Valence, Francia, 27 de febrero de 1913. Se licencia
en filosofía en 1933 y enseña en Colmar. Durante la guerra es oficial del
ejército francés, cayendo prisionero hasta la terminación del conflicto. Lee y
estudia a Jaspers y Husserl, traduciendo y difundiendo a este último en
Francia. Ocupa, luego de Jean Hyppolite, la cátedra de Introducción a la
Filosofía en Estrasburgo, y desde 1956 sucede a Bayer en la cátedra de
Filosofía General en la Sorbona. Enseña en Nanterre desde 1966 hasta 1970.
Enseñó en las universidades de la Sorbona, Lovaina y Chicago, hasta su muerte ocurrida en Chatenay-Malabry el 20 de mayo de 2005.
La extensa obra de Paul Ricoeur como
filósofo y teólogo ha obtenido el reconocimiento internacional, destacándose
sobre todo su aporte, dentro de la corriente fenomenológica, en el ámbito de la
hermenéutica contemporánea, disciplina que adquiere rango filosófico con
Schleiermacher y Dilthey, asumiendo el carácter de teoría de las operaciones de
la comprensión en relación con la interpretación de los textos. Ricoeur sitúa
el objeto central de toda hermenéutica en el problema del doble sentido, o del
sentido múltiple (Cfr. Le conflit des
interprétations) que tiene su paradigma en la construcción verbal
simbólica. Ésta, no por una analogía racional entre los términos, sino a partir
de una asimilación interior, participativa, experimentada, proporciona un surcroît, un exceso o desborde del
significado, generando por sobreabundancia significaciones secundarias.
En
el símbolo existe siempre un núcleo metafórico que le confiere la operatividad
semántica propia de la metáfora, definida como un fenómeno de predicación (no
ya de simple sustitución o denominación) que provoca el choque entre las
posibles interpretaciones de un enunciado (Cfr. La metáfora viva). Ante el aparente absurdo se produce una torsión
o giro de sentido del que emerge por primera vez un parentesco, una semejanza
inédita entre campos aparentemente incompatibles: esto es, “una innovación
semántica que no tiene estatuto en el lenguaje establecido” e implica
información nueva, apertura del campo del conocimiento, y por tanto hace
intraducible a la metáfora en los términos conceptuales comunes. Desde su
núcleo metafórico el símbolo funciona también como un modelo, construye una ficción heurística capaz de redescribir lo
real por la tensión predicativa de la cópula que indica a la vez el ser y el no
ser, es decir el “ser como”, el ser analógico y equívoco de la realidad. El
poder modelador del núcleo metafórico emerge, cuando tiene verdadera eficacia y
no ingenio efímero, de la experiencia simbólica, de aquella condición del
símbolo que no es lingüística sino prelingüística. A diferencia de la mera
metáfora retórica, el símbolo es “una metáfora ‘ligada’ en virtud de su arraigo
en un suelo prelingüístico cuya identificación pertenece a disciplinas no retóricas”.
Este sustrato de lo simbólico se alimenta en la experiencia de lo numinoso,
profundamente vinculada al Cosmos, en el campo de tensiones de la libido, que
resiste toda reducción a procesos exclusivamente lingüísticos, en la vivencia
poética-relación carnal con el mundo que adhiere el lenguaje a “lo que hay que
decir”.
La
función metafórico-simbólica, afirma Ricoeur, puede ser extendida a toda
narración. La intriga actuaría como equivalente de la innovación semántica
propia de la metáfora cuando reúne acontecimientos dispersos y aún discordantes
en el hilo de una historia, así como la metáfora vincula, en unidad tensional,
campos semánticos antes alejados. La intriga conecta también lo episódico
(sucesión abierta y potencialmente infinita) y lo configurante (la proposición
de un teleología interna y de un principio de clausura); allega la
circunstancia y la intención, las metas y los medios.
Como
la metáfora viva o el símbolo, el relato posee también una capacidad
heurística. Hay una conexión profunda entre relato y vida, entre el relato y el
sujeto, por la cual la narración se convierte en modelo interpretante de la
realidad vivida (cosa muy distinta de la mera compilación de accidentes
biográficos). El sentido de un texto, por el contrario, emerge de la
interacción entre el mundo del texto y el mundo del lector. El texto ofrece a
éste un vasto panorama de posibilidades de existencia, de variaciones
imaginativas donde el ego puede
insertarse y comprenderse en una dimensión más amplia que la del clausurado
“yo” narcisista. Se construye así una identidad narrativa que Ricoeur denomina ipseidad y que escapa al dilema del
Mismo y del Otro, en la medida en que no se trata de una identidad sustancial o
formal sino de una estructura dinámica que incluye el cambio, la mutabilidad,
en la cohesión de una vida. Identidad que se aplica tanto a la comunidad como
al individuo, vida examinada, depurada y clarificada por los efectos catárticos
de los relatos históricos y ficticios que vehicula la cultura y que a la vez
expresan y modelan el carácter individual y colectivo. A la ambición del
pensamiento de operar una totalización de la historia enteramente permeable a
la luz del concepto y recapitulada en el entorno presente del saber absoluto,
la poética del relato opone también la idea de una mediación imperfecta entre
las tres dimensiones de la expectativa, la tradición y la fuerza del presente.
Por otra parte, el relato se tensa al extremo, forzando sus límites ante el
misterio –la “inescrutabilidad”– del tiempo y el complejo vínculo del tiempo
vivido humano con la eternidad. Las experiencias descritas por la ficción
exploran aquí otras fronteras: los confines entre la fábula y el mito, entre el
relato y la lírica. Bajo la égida del artista y el Tiempo –apunta Ricoeur–, se
conjugan “la potencia de redescripción desplegada por el discurso lírico y la
potencia mimetica impartida al discurso narrativo” (Cfr. Tiempo y narración).
La
estructura simbólica de la acción humana en el seno de la vida social no sólo
es articulada desde la ficción y la historiografía (discursos que se
entrecruzan y realimentan mutuamente en el nudo de la figura, del “ver
como”...), sino también desde las formaciones correlativas ideológicas y
utópicas, que Ricoeur ya no considera como rígidamente opuestas a las nociones
de “ciencia” y de “realidad”, en tanto que no existe posibilidad de llegar a un
estrato no ideológico de lo real, o asépticamente desgajado de la proyección
utópica que aspira a modificar el orden existente. La visión –siempre interpretativa–
de esa lábil realidad se construye antes bien en el juego recíproco de la
ideología que intenta legitimar en su identidad e integridad las personas y los
grupos, y la utopía lanzada hacia la exploración de lo posible, insatisfecha
con el orden constituido. (Cfr. Ideología
y utopía).
En
cuanto al mito, matriz de todos los relatos, función de segundo grado de los
símbolos primarios que les agrega un nuevo estadio de significación, ocupa un
lugar preponderante en el pensamiento ricoeuriano, que lo liga estrechamente
con la ficción. El corazón semántico del mundo mítico es, para el filósofo, el
problema del Mal (Cfr. Finitud y
culpabilidad), motor oculto o manifiesto de todo drama mítico cuyo impulso
básico (y en este proceso sanar, restañar) la herida, la falla, la ruptura por
la que el ser humano ha accedido a su menesterosa condición presente. También
es el Mal en última instancia el propulsor de todo relato ficcional, que parte
del problema, de la carencia, del conflicto que será comprendido y quizá
remediado en su decurso.
Una
vez situado el objeto fundamental del hermeneuta –el texto simbólico–, es
necesario determinar las vías para su asedio. Ricoeur se ha confrontado en su
periplo con otros caminos de lectura: el psicoanálisis freudiano y el
estructuralismo, el método histórico-crítico de la exégesis y la fenomenología,
la dialéctica marxista. Ante estas posibilidades asume una actitud que sin
dejar de ser agudamente crítica y analítica, propone la incorporación a su
propia lectura de las perspectivas complementarias aportadas por cada método,
en un movimiento envolvente que denomina “convergencia de las hermenéuticas”
(Cfr. Le conflit des interprétations).
El
proceso de generación y recepción de los textos, la función del sujeto como
autor y como lector, reciben dentro del marco teórico ricoeuriano una atención
especial y clarificadora. Su hermenéutica supone en principio una depuración de
los resabios de psicologismo e historicismo subsistentes en la concepción
romántica del creador. Autor y lector existen ciertamente como sujetos, pero
mediatizados por diversos niveles de distanciación. Así, el lenguaje como
acontecimiento se distancia en lo dicho
que le sobrevivirá; a su vez, el discurso como significación es objetivable en
una obra estructurada, cuya independencia de la intención originaria del autor
y de la situación primera del discurso se fortalece por su plasmación en
escritura. La obra así concebida se define como mundo, imagen simbólica de la
existencia humana que lanza su poder referencial delante del texto, como ser
desplegado en múltiples posibilidades donde el lector puede hallarse a sí
mismo, poniendo en suspenso la estructura inmediata de su cotidianidad, sus
máscaras personales y limitadoras, para refugiarse en las “variaciones imaginativas
del ego”.
Ante
el problema de la multiplicidad de las interpretaciones y la sobreabundancia de
los sentidos, se plantea el problema de la verdad del texto. Para Ricoeur no se
trata ya de verdad una e inmóvil, sino de un proceso, una tarea social
incesante, desarrollada progresivamente en el marco del perspectivismo y el
arbitraje de las hermenéuticas. La verdad de un texto radicaría pues en la
“desocultación” de las “proposiciones de mundo” que a cada lector se le revelan
como “proposiciones de existencia” y que pueden ser indagadas, comprendidas,
explicadas, desde distintas vertientes de pensamiento. Esta verdad no se
resuelve en lo arbitrario. Ricoeur señala con Hirsch que si bien no hay métodos
para hacer conjeturas adecuadas acerca del significado de un texto, los hay en
cambio para validar las conjeturas que se hagan. Dicha validación se aproxima
más a la lógica de la probabilidad que a la de la verificación empírica, pero
proporciona un tipo de saber, también científico en su campo y adecuado a su
objeto: el texto plurívoco considerado como un todo, abierto a diversas
lecturas e interpretaciones. El hermeneuta utilizará en su lectura los índices
que el texto mismo le proporciona. Un índice cumple funciones orientadoras y
restrictivas, “excluye las construcciones no convenientes y deja pasar las que
dan más sentido a las mismas palabras”. La construcción interpretativa más
probable es la que por una parte tiene en cuenta el mayor número de hechos
provistos por el texto, incluyendo sus connotaciones potenciales, y que, por
otra parte, ofrece una convergencia cualitativa mejor entre los rasgos que toma
en cuenta. Respetará así a la vez el “principio de congruencia” y el “principio
de plenitud”.
La
operación validante puede realizarse dentro de cualquier marco teórico:
semiológico, psicoanalítico, fenomenológico; pero todos ellos, dialógicamente
interrelacionados, contribuirán a dar el salto hacia la aprehensión ontológica
del mundo de la obra (no ya el mero “sentido”, sino la “referencia”): ser sólo
accesible por el “desvío de los signos”, a través de esa correlación
explicar/comprender que es, en el pensamiento ricoeuriano, la nueva forma del
“círculo hermenéutico” y la resolución de su aporía.
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