Nacido en Berlín
el 19 de julio de 1898 y fallecido en Starnberg,
Alemania el 29 de julio de 1979. Filósofo y sociólogo alemán, fue una de las
principales figuras de la primera generación de la Escuela de Frankfurt.
Entre los escritores para los cuales la sociedad industrial no
puede ser corregida y debe desaparecer a fin de dejar el lugar a otra
completamente diferente y más auténticamente humana, está Herbert Marcuse.
Conocido hasta hace poco tiempo sólo por algunos especialistas, es ahora objeto
de la curiosidad universal porque los espectaculares movimientos juveniles
producidos en los últimos tiempos, en los Estados Unidos y en Europa, se dicen
inspirados por él.
Los hippies norteamericanos que cubiertos de flores y
en bandas errantes, proclaman: "Hagamos el amor y no la guerra"; los
jóvenes iracundos que en Inglaterra muestran su insurgencia en las
intemperancias del lenguaje, las indumentarias extrañas y las barbas y
cabelleras crecidas; los universitarios que en París, empujando banderas
anarquistas, cubrieron las paredes de la Universidad con letreros escandalosos; todos
ellos parecen rebeldes sin causa, levantándose contra la civilización que los
sustenta y proclamando ideas incomprensibles para la mentalidad vigente. Pues
bien, sus actitudes y sus pensamientos corresponden a la problemática de
Marcuse.
Aunque ciudadano norteamericano, Herbert Marcuse es de origen
alemán. Fue discípulo de Husserl y de Heidegger, fundadores de la fenomenología
y del existencialismo, respectivamente. Por un tiempo trabajó en el Instituto
de Ciencias Sociales de París. Huyendo del despotismo hitleriano, en 1934, se
trasladó a los Estados Unidos. Allí fue primeramente investigador en la Universidad de
Columbia. Actualmente es profesor de filosofía de la Universidad de San
Diego, en California. Tiene más de setenta años. Ha vivido siempre al margen de
las luchas políticas. Se quedó estupefacto cuando supo que los universitarios
europeos ponían su nombre entre los inspiradores de sus movimientos. Se hallaba
en París en el mes de mayo de 1968, cuando se produjeron los acontecimientos
que sorprendieron al mundo y que él observó desde lejos. Había sido invitado
por la UNESCO
para participar en un coloquio convocado con motivo del 150º aniversario del
nacimiento de Marx.
Marcuse es un teórico y se considera a sí mismo como tal. Sin
embargo sus ideas tienen un fuerte fermento político. "Son la
interpretación profana de una iluminación profética" –decía de ellas uno
de sus colegas de universidad.
Para muchos, Marcuse es un marxista. Podría clasificársele más
bien como un socialista utópico, un socialista de las épocas anteriores a Marx.
Es ante todo un freudiano, aunque un discípulo disidente de Freud. Piensa, como
el padre del psicoanálisis, que la civilización está basada en la represión de
los instintos naturales del hombre. Pero diverge de él cuando afirma que la
civilización puede dejar de ser represiva y desenvolverse bajo la égida de un
eros liberado. Para ello cree necesarios el cambio de todas las estructuras
existentes y el desmoronamiento de la sociedad actual. El cambio significaría
el advenimiento de una nueva era para el mundo, tan importante como el propio
comienzo de la civilización. Sin embargo, Marcuse piensa que no será fácil que
tal cosa se produzca, porque la civilización en la etapa industrial a que ha
llegado condiciona a los hombres de tal modo que éstos viven felices en la
represión. El movimiento sólo podría ser provocado por los marginales de la
sociedad, los segregados sociales, los pueblos subdesarrollados, los
intelectuales y los estudiantes. Pero todos ellos carecen de fuerza efectiva
dentro de la sociedad industrial.
Marcuse es autor de varios libros. Razón y revolución, El marxismo soviético y
La crítica de la tolerancia pura son los más antiguos. En
este último, que escribió en colaboración con otros dos profesores, propone la
abolición de la libertad de reunión y de opinión para los grupos políticos
agresivos. Sus trabajos más famosos y que representan las formas definitivas de
su pensamiento son Eros y civilización y El hombre
unidimensional, cuyo contenido vamos a tratar a continuación.
El libro más personal y por ello más característico de Herbert
Marcuse es Eros y civilización.
Apareció, sin llamar prácticamente la atención del público, en 1955. Después ha
sido reeditado en casi todas las lenguas cultas, convertido en un best-seller internacional. No faltan
quienes, exagerando el entusiasmo, llegaron a afirmar que tendría, en lo que
resta del siglo, una influencia tan importante como la que le correspondió a El Capital de Marx en los últimos
cincuenta años.
Marcuse es, según hemos adelantado ya, un freudiano. El
subtítulo de Eros y civilización, más significativo
en este sentido que el titulo, es: "Una crítica filosófica al pensamiento
de Freud". El libro sigue las inspiraciones de Freud y también las de
Federico Schiller. Combina las ideas que el maestro de Viena presentó en La
civilización y sus detractores y en Moisés y el monoteísmo
con las que el poeta alemán propuso, para reconstruir la civilización, en sus
famosas Cartas sobre la educación
estética.
Dejando de lado los contenidos genuinamente psicológicos y
psiquiátricos del freudismo, Marcuse se interesa por el aspecto relativamente
endeble de éste que es el sociológico. Aborda los problemas que en el
pensamiento de Freud están relacionados con la teoría del hombre y con la
filosofía de la historia. La sociedad es, para Marcuse, un fenómeno
psicológico. En la conciencia y en la mente humanas están los fundamentos de la
sociedad y del Estado. Los problemas políticos son, por lo tanto, problemas
psicológicos.
Sin embargo, como ya hemos adelantado también, Marcuse es un
freudiano que se insurge contra Freud y particularmente contra lo que considera
el conformismo de éste. Explica ese conformismo como el resultado del
acondicionamiento mental que le impuso a Freud su propio ambiente. Según
Marcuse, Freud, sin saberlo, adoptó la posición de la sociedad industrial
dentro de la cual vivía, posición "reaccionaria" en el sentido de
favorecer el mantenimiento del status de la civilización.
De todos modos, la originalidad de Marcuse y la popularidad de
que goza actualmente provienen de su insurgencia frente a Freud y del hecho de
haber inyectado en el freudismo un fermento revolucionario y mesiánico que
antes no tenía. Marcuse pertenece, por eso, al grupo de los disidentes del
psicoanálisis situado en aquella ala cuyos exponentes más conocidos son Wilhelm
Reich y Erich Fromm, para quienes el psicoanálisis es una crítica de la
sociedad y no sólo una terapéutica, una denuncia de las anomalías que la
colectividad provoca en el individuo y no simplemente un método para conseguir
la adopción de éste a aquélla.
El punto de partida de Eros
y civilización es la identificación que Freud hizo
de la civilización con la represión. La civilización apareció cuando los
hombres comenzaron a reprimir sus instintos. La historia de la humanidad es la
historia de sus represiones. El hombre dejó de ser un animal en el momento
decisivo y dramático en que sustituyó el principio del placer por el principio
de la eficiencia (performance principle). Con ese paso, la libre manifestación de los
instintos, la recepción, la alegría, la satisfacción inmediata de los deseos,
fueron reemplazadas por el trabajo, la necesidad de producir, la postergación
de las satisfacciones, la búsqueda de la seguridad. La civilización es
ascética. Sus exigencias son penosas. Según Freud, la civilización encadena a
Eros, que es la vitalidad espontánea, y utiliza a Tanatos, el instinto de
muerte, cuyos recursos canaliza y organiza en las diferentes formas de la
destrucción que inevitablemente desembocan en la guerra. Recordemos aquí que ya
Rousseau, en su Discurso sobre las
desigualdades humanas,
decía que el hombre era originalmente bueno y feliz y que la civilización lo
pervirtió convirtiéndolo en un monstruo.
Marcuse, aceptando las concepciones de Freud sobre la esencia
represiva de la civilización, analiza en su libro la estructura instintiva del
hombre, la presencia ubicua de Eros y Tanatos, la función del superego y sus
influencias sociales y culturales; estudia la aparición del principio de
eficiencia, en el medio excesivamente pobre de la vida primordial, que impuso
la restricción, la dilación y la represión constantes de los deseos. Bajo la
acción de ese principio, el cuerpo y la mente del hombre pasaron a ser
instrumentos de trabajo y la civilización se extendió sobre el mundo,
sometiendo, dividiendo, destruyendo cosas y animales, y, periódicamente,
también hombres. Muestra Marcuse en su libro cómo los impulsos instintivos
están sujetos a modificaciones históricas cuyas peripecias fueron simbolizadas
por Freud en su discutida teoría del Padre Primordial. Según esa teoría, en la
horda primitiva, el padre tenía el monopolio de todas las cosas y sometía a los
hijos a un régimen de represión. Esa represión constituyó la base del orden,
pero al mismo tiempo provocó la aversión de los hijos. En cierto momento,
éstos, no pudiendo soportar más el despotismo paterno, mataron al padre. Sin
embargo, después del parricidio el orden no desapareció. El remordimiento llevó
a los hijos a respetar las prohibiciones y restricciones creadas por el padre y
de las cuales provienen la religión, la moral y las leyes. A lo largo de la
historia, tanto el parricidio como el sentimiento de culpa consiguiente se
repiten en las continuas destrucciones y restauraciones de la autoridad
política. Por eso, todas las revoluciones fracasan. Hay un elemento de
autoderrota en ellas pues se sienten criminales. De todos modos, según Freud,
el bienestar material y las comodidades que proporciona la civilización le cuestan
al hombre su libertad. Su vida está enajenada. El hombre, se halla condenado al
trabajo. La disminución de las represiones no haría sino retrotraer la sociedad
a los estados precivilizados de la existencia. El Eros incontrolado sería
funesto. Su predominio significaría el fin de toda cultura.
Pues bien, Marcuse no está de acuerdo con ese pesimismo del
maestro. Piensa, por el contrario, que las propias ideas de Freud proporcionan
las razones que llevan a creer en la posibilidad de una civilización no represiva.
En efecto, Freud reconoce que los instintos no dejan de existir. A pesar de la
represión están vivos en el hombre. Y Marcuse halla que ellos se exteriorizan
en múltiples manifestaciones que escapan a la acción represiva. Aparecen en el
arte, en los mitos, en las perversiones, en los sueños, en el folklore, etc.
El arte tiene por eso, para Marcuse, una función primordial en la
existencia humana. Encarna las más profundas tendencias del alma. Se opone al
racionalismo imperante. Sus creaciones revelan un mundo que la civilización
considera imposible y por eso son fascinantes. Los artistas liberan a los
hombres de las preocupaciones inmediatas que los esclavizan al trabajo y a la
eficiencia y les dan el sentimiento de llegar a los fundamentos de la vida.
Mantienen despierto el antagonismo que existe entre la civilización y la
autenticidad humana.
En la mitología griega encuentra
Marcuse la simbolización más expresiva de ese antagonismo. Las páginas de Eros y civilización, en que predomina un estilo abstruso, sin concesiones
en el empleo de un léxico especializado, se vuelven elocuentes y casi líricas
al hacer la caracterización de los héroes culturales que, según Marcuse,
personifican el antagonismo: de un lado Prometeo y del otro Narciso y Orfeo.
Para Marcuse, Prometeo es el
arquetipo de la civilización. Representa la eficacia productiva, el trabajo y
el progreso. A su lado, Pandora, voluptuosa y bella, surge como una maldición.
La belleza y la voluptuosidad son fatales para el esfuerzo laborioso de la
civilización. Frente a ellos, Narciso y Orfeo son las imágenes de la
satisfacción y la alegría. Son la rebeldía contra la sociedad que exige
sumisión y trabajo penoso. Recuerdan las experiencias del mundo primigenio en
que no existían las formas reprimidas y estratificadas de la existencia que
ahora predominan. Orfeo es el poeta que pacifica a los animales y a los hombres
con el poder del verbo. Narciso es el hombre que en el río del tiempo vislumbra
y ama su propio ser. En los dos el arte, la libertad y la vida se combinan.
"Su lenguaje es la canción, su existencia la contemplación". Orfeo y
Narciso evocan la dimensión estética en la cual, según Marcuse, el hombre
alcanza la plenitud de la vida. Recordemos aquí que también Nietzsche, tomando
una actitud parecida, pedía el retorno de los hombres a Dionisos, el dios de la
embriaguez, de la rebelión y la alegría.
La dimensión estética, según Marcuse, es tenida actualmente
como marginal. Se piensa que los valores estéticos sólo pueden bastar a algunos
genios del arte y servir de refugio a bohemios decadentes. "La existencia
estética está condenada". Pero, para Marcuse, esa condenación es el
resultado de un preconcepto fabricado por la mentalidad civilizada. El hombre
esclavo del trabajo y de la productividad no puede concebir un mundo en que
reine la libertad pura y que corresponda a aquel que Baudelaire imaginó cuando
escribió estos famosos versos:
Là, tout n'est qu'ordre et beauté,
luxe, calme et volupté.
(Allí no hay sino orden y
belleza,
lujo, calma y voluptuosidad).
Pues bien, según Marcuse, las circunstancias que dentro de la
horda primitiva impusieron la represión, han cambiado. Cuando los recursos no
bastaban para satisfacer las necesidades humanas, la austeridad y el sacrificio
eran necesarios. La carencia de recursos obligó a la restricción de los deseos,
gracias a la cual nació la civilización. Ahora, ésta produce en abundancia todo
lo necesario para la vida, ha vencido las carencias nefastas y ha puesto a los
hombres en condiciones de transformar radicalmente su existencia. Las
revoluciones han tenido hasta ahora por objetivo una organización más amplia y
más eficiente del trabajo. La nueva revolución invertirá el propósito. Traerá
la liberación de los instintos vitales reprimidos. Será la victoria de Eros
sobre Tanatos. El trabajo y la represión dejarán de ser los fundamentos de la
civilización. Esta pasará a tener como objetivo supremo los valores estéticos,
la sensualidad, la belleza, la libertad y la verdad.
Es aquí donde Marcuse se vuelve hacia Federico Schiller y
recurre a las ideas que éste expuso en las Cartas
a que nos hemos referido anteriormente. Según Schiller, la solución del
problema político, es decir la liberación del hombre de las condiciones
inhumanas en que vive, está en la estética. "La belleza es el camino que
conduce a la libertad". El hombre sólo es tal cuando está libre de
coacciones externas o internas, físicas o morales, cuando no es reprimido por
la ley o por la necesidad. La vida debe ser un juego. En una civilización auténtica,
en vez de trabajar, el hombre hará la ostentación gozosa de sus propias
potencialidades y facultades. Marcuse, de acuerdo con Schiller, cree que la
existencia, en vez de ardua faena y explotación, debe ser
"contemplación" del mundo y "exhibición" de las propias
potencialidades, dentro de la abundancia conseguida por la civilización. La
abundancia es compatible con la libertad. La civilización será verdadera
cuando, superando la necesidad y eliminando la lucha por la existencia, imponga
una valoración estética de la vida.
Sin embargo, según Marcuse, aunque
la civilización está más cerca que nunca de ese ideal, la realización de éste
es extraordinariamente difícil. Formidables obstáculos se levantan en el
camino, puestos por la propia civilización. Esta ha creado estructuras que
tienden a perpetuarse y que resisten con todos sus recursos a cualquier
mudanza. El sistema vigente trata de mantener su dominación. Además, los
hombres eficientemente manejados, satisfechos con el bienestar que les proporciona
la civilización, resisten a cualquier cambio. Para conseguirlo habrá que
desmantelar los baluartes tradicionales, hacer comprender a los hombres que la
plenitud de la vida está más allá de las satisfacciones materiales, hacerles
sentir que la vida es un fin en sí misma, que hay que eliminar la servidumbre
dorada con que la civilización humilla a los hombres. "Hoy la lucha
política y la lucha por la existencia –dice Marcuse– son la lucha por
Eros". Es decir, la lucha para conseguir que la vida sea lo que debe ser:
fuente de alegría y de satisfacciones y no interminable y penoso trabajo.
Hay, como se ve, en Eros
y civilización, un acento
optimista y romántico que se apaga un poco en el libro de Marcuse titulado El hombre unidimensional, al cual
dedicaremos las líneas siguientes.
El libro de Herbert Marcuse titulado El hombre
unidimensional, apareció en 1964.
Marcuse tiene cuidado en advertir desde un principio que el
libro se refiere a las sociedades contemporáneas más altamente desarrolladas.
"Hay algunos sectores –dice en el párrafo final de la introducción– dentro
y fuera de esas sociedades, en los cuales las tendencias descritas aquí no
prevalecen".
Por lo tanto, El hombre unidimensional sólo trata de
las sociedades ricas que han llegado a conquistar el bienestar y hasta la
opulencia y no de las sociedades atrasadas o en proceso de desenvolvimiento.
Además, Marcuse, como Galbraith, piensa que las peculiaridades de la sociedad
industrial se presentan tanto en el sistema capitalista como en el comunista. Ambos
son la expresión de la mentalidad tecnológica de nuestro tiempo. "El
capitalismo y el comunismo –dice Marcuse– son, en último término, idénticos.
Buscan las mismas cosas: comodidades y suavización de la vida". Ya en su
libro El marxismo soviético, del
cual en 1963 apareció una edición francesa seis años posterior a la americana,
Marcuse afirmaba que el capitalismo y el comunismo tienen la misma base
material y el mismo espíritu. El industrialismo y el fetichismo tecnológico son
los elementos comunes que se sobreponen a la oposición abstracta de las éticas
occidental y soviética.
Como Eros y civilización,
el volumen El hombre unidimensional tiene también un subtítulo que
esclarece su contenido: "Estudios sobre la ideología de la sociedad
contemporánea". No se trata, pues, de una antropología ni de una teoría
del hombre. Lo que el libro pretende es mostrar los elementos filosóficos que
orientan la vida de esas sociedades. La ideología de la sociedad industrial,
según Marcuse, está en sus realizaciones. Del estilo de vida que ha creado
emergen un pensamiento y una conducta que definen su espíritu y sus
concepciones como si hubieran sido formuladas en términos abstractos.
El aspecto más perturbador y en cierta forma paradójico de la
sociedad industrial es, según Marcuse, su irracionalidad básica, no obstante
que esa sociedad se considera a sí misma como la expresión misma de la razón.
Para Marcuse, en la época preindustrial, la razón era la
facultad que permitía a los hombres definir lo verdadero y lo falso. En ese
tiempo, el mundo era bidimensional. De un lado estaba la, razón y del otro la
realidad. La razón buscaba la verdad, la esencia de las cosas y de la vida.
Establecía lo que debía ser frente a lo que era. La razón constituía en cierta
forma un poder subversivo. En el campo histórico, la oposición se manifestaba
en la lucha del hombre con las irracionalidades del orden vigente, era el
imperativo categórico desafiando las deficiencias existentes.
Pues bien, la sociedad industrial, de acuerdo con Marcuse,
tiene un concepto de la razón completamente diferente. El progreso científico
disolvió la imagen bidimensional del mundo. Las ideas, los valores dejaron de
ser reales, evaporándose en las regiones de lo subjetivo. La dimensión
metafísica, antes campo genuino del pensamiento racional, pasó a ser
anticientífica. Desapareció la trascendencia. La libertad interior, el espacio
privado del hombre perdieron su consistencia. Se estableció el mundo del hombre
unidimensional. La tecnología es en ese mundo la personificación de la razón.
Ella lo resuelve todo. Se extiende a todos los sectores de la vida. De ahí
provienen las tendencias que caracterizan a la sociedad industrial.
Desde luego, la tecnología constituye un sistema de
dominación. Somete a su poderío tanto a la naturaleza como a los hombres. Los
organiza como cosas y como instrumentos. Busca el aumento de su propia
eficiencia, por encima de los intereses individuales o de grupo. La máquina,
con su poderío ciego, se convierte en el modelo de todo.
Así, la vida privada del individuo se disuelve en procesos de
producción y consumo. Se consume para intensificar la producción. Los
artefactos que hace algunos lustros eran la exclusividad de algunos
privilegiados, están hoy al alcance de cualquiera. Lo superfluo prolifera por
todas partes. Los esquemas dispendiosos de vida se extienden con rapidez. Las
fábricas no cesan de lanzar al mercado productos nuevos. Todo el mundo aspira a
vivir acumulando y derrochando bienes. El hombre "encuentra su alma en su
automóvil, en su heladera y en su departamento".
En la vida pública, se produce la unificación de los opuestos.
Los partidos políticos se hacen cada vez más parecidos entre sí. Se mueven
dentro de los límites de la estructura establecida y aceptada por todos. Los
conflictos desaparecen dentro de la productividad creciente. El trabajo de cada
uno está integrado en el trabajo de los demás. Las manos son progresivamente
menos necesarias. Las máquinas ocultan la dominación y la servidumbre.
Dirigentes y trabajadores son solidarios y todos dependen de ellas. La economía
se hace anónima.
Consiguientemente, el desarrollo industrial altera el
funcionamiento de las clases. Es un hecho que el trabajador no es ya el animal
de carga que era en la época preindustrial. Los patrones son sustituidos por
burócratas de los más variados tipos que se interesan, más que por la ganancia,
por el funcionamiento de las empresas. El odio es privado de su antiguo objeto:
el patrón. Las clases están cada vez más integradas en la estructura industrial
y tienen el mismo interés en el mejoramiento de la misma, que les proporciona
el bienestar y las más variadas satisfacciones. El obrero ha perdido su
potencial subversivo.
Tampoco la cultura superior se salva, según Marcuse. Esta que
fue antes elemento de control, factor de depuración de la existencia, se
acomoda, se diluye en la tecnología omnipresente. Se vuelve propaganda. La
cultura superior se encarga de crear la conciencia satisfecha y el conformismo.
Las consignas funcionan como fórmulas mágicas. Se precondiciona al individuo
mediante la publicidad y el adoctrinamiento. "Se transforma la metafísica
en física, lo interior en exterior, las aventuras de la mente en aventuras de
la tecnología". Inclusive el arte, que en la sociedad preindustrial era un
reactivo, se pone al servicio de la sociedad industrial. Sus creaciones son
incorporadas a la vida corriente. Los artistas rebeldes pierden su consistencia
y sus excentricidades divierten a la sociedad que les paga y que nunca los toma
en serio.
La tecnología lo domina, pues, todo. Ella consigue las
realizaciones más sorprendentes y es la promesa de otras más sorprendentes
todavía. Por los medios más racionales e inteligentes acaba produciendo las
cosas más irracionales. Inclusive los arquetipos del terror pierden su carácter
catastrófico. Los hombres se reclinan confiados a la sombra del poder atómico
que los amenaza con la aniquilación.
La sociedad industrial consigue imponer la racionalización de
lo irracional sin muchas dificultades. La tecnología produce una vida segura y
cómoda para un creciente número de individuos, expande el dominio del hombre
sobre la naturaleza. El resultado es una "aterradora armonía". El
hombre vive satisfecho dentro de la sociedad industrial avanzada, sin extrañar
la mutilación de su ser, sin echar de menos su vida interior, en una especie de
nirvana consumicionista. Las actitudes de rebeldía son miradas con sorpresa y
con desagrado. Si se las permite en nombre de un principio de tolerancia, es
porque se las ha despojado de su contenido auténticamente revolucionario.
Sin embargo, no porque la gran mayoría acepte la vida
unidimensional y se acomode dentro de ella, ésta deja de ser menos perniciosa.
"El hecho de que puedan elegir los señores no elimina la
servidumbre".
Ahora bien ¿existe la posibilidad de eliminar la servidumbre?
¿Pueden los hombres salir de la civilización del consumo? ¿Puede la sociedad
industrial existir de otro modo? Marcuse piensa que la civilización, por su
propio impulso, por el creciente perfeccionamiento de sus recursos técnicos que
conducen al automatismo, prepara las condiciones para una sociedad no
represiva. Esta mudanza no tendrá por objeto nuevas distribuciones de la
riqueza o nuevas formas de la vida política. Dará al hombre una vida auténtica.
La idea de libertad será cambiada, porque hay actualmente, según Marcuse, un
concepto falso de ella, en cuyo nombre se perpetra toda clase de crímenes. Es
la libertad del esclavo que puede moverse dentro de los antros de su
servidumbre. La libertad debe ser otra cosa. "Así, la libertad económica
–escribe Marcuse– significaría la libertad de la economía, de ser controlado
por las fuerzas y relaciones económicas; libertad política significaría la liberación de la política, sobre la cual el individuo no tiene
control eficaz alguno. Del mismo modo, libertad intelectual significaría la
restauración del pensamiento individual ahora absorbido por la propaganda y el
adoctrinamiento en masa, significaría la abolición de la opinión pública
juntamente con sus forjadores".
Semejantes proposiciones parecen insensatas, según Marcuse,
porque las actuales estructuras del pensamiento nos condicionan de tal modo que
no comprendemos aquello que sale de ellas.
"Su tono irreal –dice– no indica su carácter utópico sino más bien
el vigor de las fuerzas que se oponen a su realización". Para
comprenderlas sería necesaria una mudanza radical de la actitud mental. Haría
falta despojarse de los esquemas tradicionales del pensamiento. Marcuse cree
que el hombre está tan fuertemente condicionado por la civilización, que aun la
subversión tendría resultados problemáticos. "Acaso ni siquiera una
catástrofe –dice en este sentido– ocasionará una transformación como la que
hace falta".
Y no menos singular que las proposiciones es la idea que
Marcuse tiene acerca de los elementos que podrán encargarse de realizarlas y de
subvertir la civilización.
Debido a que las clases han perdido su potencia
revolucionaria, Marcuse piensa que la civilización industrial no puede ser
derribada sino por los desclasificados, por los marginales, por los hombres que
están fuera del sistema. "Por debajo de las clases conservadora y popular
–dice– está el sustrato de los parias y los extraños, de los explotados y los
perseguidos de otras razas y de otros colores, los desempleados y los
inempleables. Ellos existen fuera del proceso democrático. Su existencia es la
más inmediata y la que más perentoriamente necesita poner fin a las
instituciones y a las condiciones intolerables. Así, su posición es
revolucionaria aunque su conciencia no lo sea". También encuentra Marcuse
el fermento revolucionario en los privilegiados de la cultura, los
intelectuales, los filósofos, que por la naturaleza de sus actividades viven al
margen de lo económico y conceden al pensamiento su tradicional función
trascendente. En los jóvenes la rebeldía es una necesidad biológica. "Por
naturaleza –dice Marcuse– los jóvenes están en la primera línea de los que
luchan por Eros, contra la muerte y contra la civilización que acorta los
caminos hacia la muerte". Finalmente, los pueblos subdesarrollados tienen
un potencial subversivo. Sin embargo éste puede ser neutralizado por la presión
de la sociedad industrial dentro de la cual se empeñan en entrar. Sintetizando
las impresiones que le produce la situación, Marcuse termina su libro citando
la frase de un escritor antifascista (Walter Benjamin) que dice así:
"Solamente en nombre de los desesperados nos es dada la esperanza".
La somera exposición que acabamos de hacer muestra que las
ideas de Marcuse corresponden a un estado de espíritu peculiar de nuestro
tiempo y recogen sentimientos que flotan en el aire, pero hacen ver también que
su contenido es bastante discutible. Marcuse es uno de esos escritores que
aparecen de tiempo en tiempo dando forma a la necesidad de subversión que
siente una gran parte de los hombres frente a las deficiencias de la realidad.
Hay en el pensamiento de Marcuse una fuerte dosis de utopismo romántico.
En Eros y civilización Marcuse reduce la
civilización y todas sus sorprendentes realizaciones a los límites de una mera
represión de los instintos, impuesta por no se sabe qué ciegas exigencias. Esa
explicación simplista y negativa tiene la fragilidad que es peculiar a toda la
antropología freudiana. Y en El hombre unidimensional Marcuse exagera el poder de la tecnología y le
atribuye un maquiavelismo que no tiene. Por muy desenvuelta que esté la
sociedad industrial, por muy absorbentes que sean sus exigencias, es indudable
que el hombre, con todas sus virtudes y defectos, sigue en el comando de la
historia. La tecnología, por otra parte, no sólo produce artefactos. Las
sociedades industriales desempeñan funciones humanizadoras, educativas,
liberadoras, que sólo son posibles dentro de la abundancia. Ellas tienen hoy
responsabilidades que antes nadie asumía. Tampoco convence la apelación de
Marcuse a los marginales de la sociedad para convertirse en agentes de la
mudanza social. Precisamente por no estar incorporados a ella carecen de los
recursos para enfrentar y resolver la infinita complejidad de sus problemas.
Por último el paralelismo que establece Marcuse entre el comunismo y el
capitalismo es falso. Acaso desde el punto de vista de Eros, se pueda
menospreciar lo ético frente a lo económico. Pero la verdad es que no es
posible confundir el despotismo comunista, su Estado policial y su
esclavización moral e intelectual del individuo, con el régimen democrático
que, pese a sus vicisitudes, garantiza a los hombres el ejercicio de todas las
formas de la libertad.
Es innegable que la civilización industrial se desarrolla en
muchos aspectos irracionalmente, que tiende a dar la primacía a las necesidades
económicas, que con frecuencia sirve objetivos pueriles y dilapida ingentes
recursos en proyectos absurdos. Pero nada de eso pertenece a su esencia. La
sociedad puede vivir en la abundancia sin incurrir en aberraciones. Por otra
parte, Marcuse no muestra en ninguno de sus libros el tipo concreto de sociedad
que podría sustituir a la sociedad industrial. Una información publicada en
París daba cuenta que el filósofo había terminado un nuevo libro, que debe
salir en breve, titulado Más allá del hombre unidimensional. Nada sabemos aún de este libro sino que se
ocupará de la actualidad. Es posible que, a juzgar por el título, indique la
forma en que podrá realizarse la mudanza y defina las características del reino
de Eros que propone. Lo que hasta ahora ha dicho Marcuse al respecto es tan
vago que no puede orientar ninguna acción.
Por todo ello, más razonable que la posición de Marcuse nos
parece la de Galbraith. Este afirma, con razón a nuestro juicio, que la
civilización no es un fenómeno terminal. Su actual condición no es definitiva.
Es el resultado de una transformación y no hay razón para que la transformación
no prosiga tratando de establecer para los hombres un sistema de vida cada vez
más humano y cada vez más justo. Desde luego, es evidente que sólo el
perfeccionamiento de la tecnología libertará a los hombres de las necesidades
del trabajo. Libres de las urgencias económicas, los hombres podrán desenvolver
potencialidades que sólo algunos desarrollan ahora. Además, el sistema
industrial es solamente una parte de la civilización. Las circunstancias
actuales le dan una importancia excesiva. La producción y el consumo preocupan
todavía demasiado a los hombres. Tendrán que tomar el lugar que les corresponde
en la vida humana. Una mayor difusión del saber y una conciencia más cabal de
las responsabilidades pueden llevar al ajuste de las potencias económicas con
el progreso moral y espiritual de la humanidad.
Bibliografía
Acerca
de los fundamentos filosóficos del concepto científico-económico del trabajo (1933)
The Struggle Against Liberalism in the
Totalitarian View of the State (1934)
Razón y
revolución (1941)
Eros y
Civilización (1955)
El
marxismo soviético
(1958)
El
hombre unidimensional
(1964)
Tolerancia
represiva (1965)
Cultura
y Sociedad (1967)
Acerca
del carácter afirmativo de la cultura (1967)
El final
de la Utopía (1968)
La
sociedad industrial y el Marxismo (1968)
Un
ensayo sobre la liberación (1969)
Psicoanálisis
y política (1969)
Ética de
la Revolución (1970)
Contrarrevolución
y Revuelta (1972)
The
Aesthetic Dimension
(1978)
La
agresividad en la sociedad industrial avanzada y otros ensayos (1979)
Introducción
a la terminología financiera (1988)
Protosocialism
and Latecapitalism. Toward a theoretical
synthesis Based on Bahro's Analysis
Guerra,
tecnología y fascismo. Textos Inéditos. (2001)
Perspectivas
sobre comunicación y sociedad (2003)
Gran artículo.
ResponderEliminarLink al libro "Eros y civilización":
ResponderEliminarhttps://monoskop.org/images/b/b6/Herbert_Marcuse_Eros_y_civilizacion_1983.pdf
Link al libro "El hombre unidimensional":
https://monoskop.org/images/9/92/Marcuse_Herbert_El_hombre_unidimensional.pdf