La filosofía de Nietzsche ha sido
fundamental para el pensamiento contemporáneo, especialmente para el que ha
adoptado una postura antihumanista, ejemplificado en la obra de Michel
Foucault. Que un pensador tan singular y difícil haya podido ejercer tal
impacto es aún más sorprendente si recordamos que la biografía de Nietzsche y
su presunta influencia sobre el nazismo han contribuido a complicar la tarea de
interpretar sus textos. Pese a ello, Nietzsche ha sido el elemento central, en
tiempos recientes, de una renovación en el pensamiento que se niega a aceptar
la necesidad de una relación más o menos estable entre sujeto y objeto.
Friedrich Nietzsche nació el 15 de octubre de 1844 en
Sajonia, Prusia. Era hijo de un ministro luterano, Ludwig, que murió en 1849 a los treinta y seis
años, después de haberse vuelto loco un año antes. El hijo, que siempre tuvo
mala salud, pensó que él también estaba condenado a morir a los treinta y seis
años. Como nos cuenta el estudio clásico de Walter Kaufmann (1), desde los seis
años, después de la muerte de su hermano en 1850, Nietzsche fue criado por su
madre en un hogar completamente femenino. A partir de 1858 asistió al viejo
internado de Pforta, y sobresalió en religión, literatura alemana y los
clásicos, pero tuvo malos resultados en matemáticas y dibujo (2). En esa época
el joven estudiante empezó a sufrir las jaquecas que le acompañarían durante la
mayor parte de su vida de adulto.
Después de graduarse en Pforta en
1864, Nietzsche fue a la
Universidad de Bonn y estudió teología y filología clásica.
En 1865 abandonó la teología y fue a Leipzig, donde sintió el influjo del
Schopenhauer de El mundo como voluntad y como representación. Como
se le consideraba un alumno brillante, la Universidad de Basilea
le ofreció la cátedra de filología clásica a los veinticuatro años, a pesar de
que todavía no había obtenido el doctorado. Se hizo rápidamente lo necesario
para que se lo concedieran tras el nombramiento, y Nietzsche dio clases en
Basilea entre 1869 y 1879, año en el que se vio obligado a retirarse por mala
salud. Su vida productiva continuó hasta enero de 1889, cuando se desvaneció en
Turín con los brazos rodeando el cuello de un caballo al que el cochero había
azotado con crueldad. Nunca recobró la cordura, y murió el 25 de agosto de 1900.
Entre 1872 y 1888, Nietzsche publicó
nueve libros y preparó otros cuatro para su publicación. Su obra magna, La voluntad de poderío,
basada en notas de sus cuadernos de los años 80 y publicada por primera
vez, póstumarnente, en 1901, ofrece la mejor confirmación de su postura
radicalmente anti-idealista. Éste es el factor que ha atraído especialmente la
atención de pensadores tanto postmodernos como postestructuralistas (3). Dicho
anti-idealismo total es el que nos permite describir a Nietzsche como un
pensador radicalmente horizontal. Antes de seguir, es necesario explicar su
relación con lo que hemos denominado pensamiento «horizontal».
Intuitivamente, se podría pensar que
invocar el eje horizontal es colocar el pensamiento en un nivel único y que, por
tanto, Nietzsche está quizá proponiendo cierta igualdad de pensamiento. ¿No
podría ser que el pensamiento horizontal sea precisamente el pensamiento
democrático? La respuesta es que el pensamiento horizontal no tiene nada que
ver con el concepto de igualdad o democracia. La horizontalidad no se refiere,
en absoluto, a ningún tipo de isomorfismo, sino todo lo contrario. En efecto,
el pensamiento horizontal es incomparable; no se puede medir en una escala;
porque es el pensamiento de la diferencia, no de la identidad. En muchas
ocasiones, a lo largo de su obra, Nietzsche se refiere a la idea convencional
de la igualdad como ejemplo del orden de lo Mismo. Por ejemplo, Nietzsche
asegura que la igualdad ideal de la democracia o el cristianismo es una igualdad
fundamentalmente homogeneizadora, con una «moralidad de rebaño». Del mismo
modo, Nietzsche afirma que el principio idealista (4), planteado con frecuencia
(según dice) por los «fisiólogos», de que toda vida humana es reducible, en
definitiva, al «instinto de conservación», es una teleología homogeneizadora e
injustificada. La vida humana es, más bien, una expresión de vida y, al mismo
tiempo, una «voluntad de poder» (5). Lo que disminuye la credibilidad del
principio de conservación son todos los hechos (violencia, sacrificio, vida
insalubre, etc.) que lo contradicen. Cualquier esencialismo o teleología, al
ser una versión del idealismo, tiene que negar uno o más aspectos de la vida
para ser coherente. Ésa es la razón de que Nietzsche afirme que el idealismo
niega la vida, hasta el punto, en la era moderna, de producir consecuencias
patológicas. La vida es siempre irreductible; es una totalidad de diferencias,
no una identidad. Una identidad puede representarse y ponerse en una escala
utilizando una medida común. La horizontalidad, por el contrario, se refiere a
la imposibilidad de hallar jamás una escala que se ajuste a la diferencia. La
horizontalidad abre el extremo «ideoléctico» (de lenguaje privado) del proceso
comunicativo. Y da pie a cuestiones relacionadas con todo el proyecto de
Nietzsche sobre las que volveremos.
Lo que acabamos de explicar sobre el
idealismo y la voluntad de poder está más cerca del punto al que llegó el
pensamiento de Nietzsche que de su punto de partida. En su primer libro, El nacimiento de la tragedia, publicado en 1872, cuando tenía
veintiocho años, Nietzsche introduce dos principios que estarían presentes en
sus escritos hasta el final: el principio dionisíaco –el principio del caos, el
sueño y la intoxicación– y el principio de Apolo, es decir, el principio del
orden y la forma. Ambos están vinculados a una disposición estética, de la vida
como obra de arte. Así, en el primer Prefacio a la obra, escrito en 1871,
Nietzsche afirma: «El arte representa la tarea más elevada y la actividad
genuinamente metafísica de esta vida» (6). En esta perspectiva, los griegos
demostraron que el arte –como una especie de voluntad de ilusión compuesta por
los principios de formación e intoxicación– podría servir de verdadero lugar
estratégico para la vida. El arte pasa a equivaler, así, al reconocimiento de
que la vida no puede conocerse en función de ninguna verdad definitiva, como
implicaba la metafísica idealista. Eso era la vida como tragedia. El arte se
convierte en una forma de no tener que negar la vida. La vida trágica se
representa, sobre todo, en el espíritu de la música como encarnación del
principio dionisíaco (la primera edición del libro de Nietzsche se llamó, de
hecho, El nacimiento de la
tragedia. Desde el espíritu de la
música). Por esa razón,
Nietzsche se centra en el papel estratégico del Coro en el drama griego
presocrático. Lejos de ser equivalente al público (que nunca confundiría el
drama con la vida), como había propuesto Schiegel, el Coro cree que la acción
sobre el escenario es real y reacciona ante la vida mediante una intoxicación
rítmica. Así, el Coro da forma al impulso dionisíaco. Apolo, el dios de los
poderes plásticos y la adivinación, produce el aspecto visual y cosificador del
drama. Sin embargo, Nietzsche advierte que el ascenso del platonismo destruyó
el teatro trágico griego desde dentro: el platonismo, un idealismo superior,
generó el rechazo de la necesidad de un elemento intoxicador. La filosofía
moderna –y ciertos aspectos de la ciencia moderna–, heredera del platonismo,
niega la vida: elimina el espíritu de la música, la aceptación del elemento
trágico. El conocimiento es tan dominante en la cultura moderna, que la gente
ya no es capaz de actuar. «El conocimiento mata la acción –afirma Nietzsche en El nacimiento de la tragedia–, la
acción requiere los velos de la ilusión» (7).
Si la filosofía ha pasado a negar la
vida en la esfera del conocimiento, el cristianismo lo ha hecho en la esfera de
la moralidad. Aquí, Nietzsche se centra sin piedad en el papel de la culpa
cristiana. Este tema nos pemitirá mencionar otro: la relación entre actitudes
activas y reactivas. La moralidad cristiana propone un principio fundamental de
igualdad entre individuos humanos. La dificultad, señala Nietzsche, reside en
que la vida muestra que hay diferencias: diferencias entre fuertes y débiles,
ricos y pobres, dotados y mediocres, hombres y mujeres; en realidad, la vida
tiene todo tipo de diferencias imaginables. Sin embargo, para mantener la
ilusión (es decir, el ideal) de igualdad, el cristianismo inventó la culpa, o
«mala conciencia», que se verían obligados a aplicarse a sí mismos aquellos que
se considerasen diferentes en sentido positivo. Porque, con su diferencia
(especialmente la sensación de superioridad), resultarían ser responsables del
sufrimiento de otros.
Dentro del esquema nietzscheano, la
culpa es la marca del pensamiento reactivo, el pensamiento de los débiles, no
necesariamente débiles en sentido físico, sino en el sentido de quienes no
pueden aceptar la vida tal como es, quienes se dejan gobernar por el resentimiento y tienen que inventar
ideales para ocultar sus debilidades. La culpa, en suma, es el arma que emplean
los menos dotados contra los espíritus libres y originales que alcanzan
frecuentemente nuevas alturas. En vez de intentar elevarse a esas nuevas
alturas para mantener la igualdad, niegan que dichas alturas existan. En su
obra más poética y famosa, Así habló
Zaratustra, Nietzsche hace
que éste –ejemplo de «hombre superior»– baje de la montaña a hablar con la gente
en el mercado. Como la gente que está en el mercado entiende sólo el lenguaje
de la utilidad (el lenguaje del valor de cambio y el cálculo), nadie logra
entender a Zaratustra, y le toman por un loco. Dominados por la ética de la
igualdad y el apego a la utilidad que va con ella, los que están en el mercado
quieren, todos, la misma cosa. «Ningún pastor y un rebaño. Todos quieren lo
mismo, todos son lo mismo: quien piensa otra cosa se dirige voluntariamente a
la locura» (8). El rebaño, inexorablemente reactivo, no puede concebir ningún
otro fin que el de ser felices. Se trata de la felicidad que va
obligatoriamente asociada a la igualdad y la utilidad. La muchedumbre pide a
Zaratustra que les lleve al Hombre Definitivo, inventor de la felicidad.
Zaratustra representa al hombre superior, que, como superación de todo
idealismo en favor de la vida, es también la superación del hombre; porque el
hombre también es un ideal que no corresponde a nada en la realidad. El
pensamiento reactivo, sin embargo, desea la felicidad, no los riesgos y el
sufrimiento que frecuentemente acompañan a la creatividad y originalidad. El
hombre definitivo (equivalente al hombre en general) es un hombre reactivo; el
hombre superior, o superhombre, es el individuo activo con la determinación de
ser creativo y evitar que su vida se sumerja en la ética calculadora de la
igualdad. Como ejemplo del hombre superior, Zaratustra no puede –casi por
definición– ser comprendido; porque encarna el pensamiento horizontal y, como
consecuencia, su lenguaje puede traducirse raras veces al habla normal. Es
decir, el pensamiento del hombre superior es poético.
La figura del hombre superior
alcanza su apogeo en La voluntad de poderío, publicada póstumamente. Es
interesante el hecho de que Nietzsche se caracterizaba a sí mismo como un
pensador póstumo, en quintaesencia: un pensador desafinado con su época. A
pesar de ser póstumo, este libro es la articulación más sostenida de una serie
de aspectos esenciales en el pensamiento de Nietzsche. Entre ellos: la voluntad
de poder; el eterno retorno; el nihilismo; el anti-idealismo; y una revisión de
todos los valores. Aquí vamos a desarrollar, sobre todo, los dos primeros
aspectos, porque recientemente han adquirido enorme importancia en el
pensamiento contemporáneo.
Como explicamos más arriba, debe
entenderse que la voluntad de poder es el fundamento de la postura
anti-idealista de Nietzsche. Es la concreción del principio de afirmación de la
vida. La voluntad de poder es, en cierto sentido, equivalente a todo
lo que verdaderamente ocurre en la vida, lo que convierte a nuestro autor, a
juicio de algunos, en un pensador radicalmente realista. La voluntad de poder
es el «mundo», dice; y continúa: «Este
mundo es la voluntad de poder ¡y no otra cosa!» Y vosotros mismos sois
también esa voluntad de poder ¡y no otra cosa! (9). No existe ningún sujeto
voluntario tras el poder, ninguna realidad tras el juego de fuerzas, ninguna
división entre la voluntad y su otro, o entre ser y nada, o entre sujeto y
objeto; porque la propia división forma parte de esa voluntad de poder. Ésta es
una pluralidad de fuerzas a partir de las cuales deben construirse las
identidades, no una unidad que yace tras las apariencias. La revisión de
valores equivale a la fabricación de valores dentro del juego de fuerzas de la
voluntad de poder. Los valores siempre tienen que afirmarse; no existen «en sí
mismo», como pensaba Kant.
Una vez más, la voluntad de poder no
tiene origen ni propósito, principio ni fin, porque éstos también son
categorías idealistas y, por tanto, metafísicas. O, por lo menos, el mundo no
tiene otro origen que el que le da una genealogía. En tales circunstancias,
Nietzsche elabora su controvertido concepto del «eterno retorno», la doctrina
del juego de la diferencia y la incertidumbre. En otras palabras, la forma
adoptada por la voluntad de poder es esencialmente impredecible. Es: «el
disfrute de todo tipo de incertidumbre», experimentalismo, como contrapeso a
este fatalismo extremo; la abolición del concepto de necesidad; la abolición de
la «voluntad»; la abolición del «conocimiento en sí mismo» (10). Como el mundo
no tiene objetivo, está en un flujo continuo y «sin rumbo» de transformación.
Todo reaparece; el mundo no es, afirma Nietzsche, un mundo de novedades
infinitas. El sistema no está en equilibrio, pero tampoco está infinitamente
abierto. Es como un juego (de dados) que se juega un número infinito de veces,
de modo que los resultados acaban por repetirse. El principio del eterno
retorno es el más enigmático de toda su filosofía. En ocasiones, Nietzsche
parece querer vincularlo a la teoría de la termodinámica del siglo xix (de ahí las referencias a un volumen
constante de energía y al desequilibrio del sistema); en otros casos, la
cuestión parece centrarse en la voluntad de poder y la disposición a no negar
ningún aspecto de la vida –incluso sus hechos más horribles–, tal como ocurre,
afirma, cuando se divide la vida en un lado bueno reconocido y un lado malo
rechazado; aquí, la voluntad de poder es la voluntad del regreso eterno de todo
suceso, sea el que sea. Amor fati –el
amor al destino– es la expresión que utiliza y que mejor evoca esta
perspectiva.
Desde luego, el proyecto de
Nietzsche es exorbitante. Pero no es una locura, no es irracional, posee su
propia lógica definida y coherente, y ello hace que sea comunicable y
susceptible de ser aprovechado para los fines de un anti-idealismo de fin de siècle. ¿Cuáles son, entonces, sus inconvenientes?
Para empezar, si la voluntad de
poder es todo lo que existe, ¿por qué se siente Nietzsche obligado a
explicarla? Quizá habría podido responder afirmando que no la explica, sino
que, a través de su estilo de filosofar, ofrece un ejemplo de ella. Sin
embargo, cualquiera que lea su obra ve que hay un mensaje que acompaña el
estilo. Nietzsche es un pensador extraordinario, de eso no cabe duda; pero
también lo dice él. No escribe poesía pura. Por tanto, hay que juzgar sus
teorías como movimientos en el juego de la filosofía; negarlo es negar una
dimensión importante de su pensamiento. Por otro lado, admitirlo es levantar
sospechas sobre la posibilidad de que exista un pensador radicalmente
heterogéneo.
En segundo lugar, el anti-idealismo
de Nietzsche parecería alzarse o caer ante la posibilidad de que un suceso
pueda reducirse a su descripción; esta afirmación es claramente dudosa si la
metáfora está en el corazón del lenguaje, tal como han argumentado pensadores
como Kristeva.
Por último, si Nietzsche quiere
evitar ser alguien que «niega» la vida, ¿no tiene que aceptar que la vida
implica, en parte, la negación de la vida?, ¿que una voluntad de ilusión puede
no sólo adoptar la forma artística, sino quizá también la forma de una voluntad
de felicidad?
NOTAS
1. Walter Kaufman, Nietzsche,
Nueva York, Vintage Books, 3ª. ed., 1968, página 22.
2. Ibíd.
3. Aquí puede indicarse la obra de Bataille, Blanchot,
Deleuze, Foucault, Derrida, Lyotard e Irigaray,
4. Para Nietzsche, cualquier principio que se presente
como verdad subyacente y coherente para los distintos datos de las apariencias
es idealista. Con toda probabilidad, cualquier forma de reduccionismo (sea en
fonna de esencia o de teleología, de propósito) sería idealista de acuerdo con
el esquema de Nietzsche.
5. Véase Friedrich Nietzsche, Beyond Good and Evil,
trad. de R. J. Hollingdale, Harmondsworth, Penguin, 1973, reimpr. 1974,
pág. 26.
6. Friedrich Nietzsche, The Birth of Tragedy, en The Birth of Tragedy and The
Case of Wagner, trad. de Walter Kaufmann, Nueva York, Vintage Books, 1967,
págs. 31-32.
7. Ibíd.,
pág. 60.
8. Friedrich Nietzsche, Thus Spoke Zarathustra,
trad. de R. J. Hollingdale, Harmondsworth, Penguin, reimpr. 1974, pág.
46.
9. Friedrich Nietzsche, The Will to Power,
trad. de Walter Kaufmann y R. J. Hollingdale, Nueva York, Vintage Books,
1968, sec. 1067, pág. 550. La cursiva es de Nietzsche.
10. Ibíd., sec. 1060, pág. 546.
PRINCIPALES OBRAS
DE NIETZSCHE
Libros preparados por el propio Nietzsche para su
publicación:
El nacimiento de la tragedia (1872, 1874, 1886), Madrid, Alianza, 1994.
Consideraciones intempestivas (1873-1876), 4 vols., Madrid, Alianza,
1988.
Humano demasiado humano, Madrid, M. E., 1993.
Así habló Zaratustra (1883, 1884, 1885), Madrid, Alianza, 1994.
Más allá del bien y del mal (1886),
Madrid, Alianza, 1994.
La genealogía de la moral (1887), Madrid, Alianza, 1994.
El crepúsculo de los ídolos (preparado para su publicación en 1888; 1ª. ed. 1889),
Madrid, Alianza, 1994.
El anticristo (preparado para su publicación en 1888; 1ª. ed. 1895), Madrid,
Alianza, 1994.
Ecce Homo (preparado para su publicación en
1888; 1ª. ed. 1908), Madrid, Alianza, 1994.
Aurora, Madrid, M. E., 1994.
No publicado por Nietzsche:
La voluntad de poderío (fragmentos seleccionados de los cuadernos de Nietzsche
de la década de 1880; 1ª. ed. en 1901; ed. ampliada 1906), Madrid, Edaf, 1981.
OTRAS LECTURAS
KAUFMANN, Walter, Nietzsche: Philosopher, Psychologist,
Antichrist, Nueva York, Vintage, 1968.
MAGNUS, Bernd, MILLER, Stanley y
MILEUR, Jean-Pierre, Nietzsche's Case: Philosophy as/and Literature, Nueva York, Londres, Routledge,
1993.
NEHAMAS, Alexander, Nietzsche: Life as Literature, Cambridge,
Mass., Harvard University Press, 1985.
La bibliografía sobre Nietzsche no es la mejor para conocer su pensamiento. Son más rigurosos Campioni y Montinari. Tipos como Foucault, Bataille, Deleuze, Vattimo, le han hecho decir a Nietzsche lo que ELLOS tenían ganas de decir. No digo que Deleuze o Foucault no puedan ser de lectura interesante, sólo que mandan mucha fruta.
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