Recientemente,
Jacques Derrida ha añadido otra orla a su obra con un libro sobre Marx. Su
filosofía deconstructora, afirma, no ha sido nunca antimarxista en ningún
sentido sencillo. De modo que muchos están ahora expectantes, quizá sin razón,
para ver si existe verdaderamente un elemento político en la gramatología de
Derrida.
Hijo de
una familia de judíos argelinos, Jacques Derrida nació el 15 de julio de 1930 en El-Biar, Argelia y
llegó a Francia en 1959. Educado en la École Normale Supérieure (rue d'Ulm) de
París, Derrida empezó a captar la atención del público general a finales de
1965, cuando publicó dos largas reseñas de libros sobre la historia y la
naturaleza de la escritura, en la revista parisina Critique (1). Estos textos formaron la base del libro
más importante y, tal vez, más conocido de Derrida, De la gramatología.
Varias
tendencias importantes constituyen la base de la aproximación de Derrida a la
filosofía y, más en concreto, a la tradición occidental de pensamiento. Se
trata, en primer lugar, de una preocupación por reflejar y socavar la
dependencia de dicha tradición respecto a la lógica de la identidad. La lógica
de la identidad deriva especialmente de Aristóteles y, en palabras de Bertrand
Russell, comprende los siguientes rasgos esenciales:
1.
La ley de la identidad: «Lo que es, es.»
2.
La ley de la contradicción:«Nada puede ser y, al mismo tiempo,
no ser.»
3.
La ley del medio excluido:«Todo debe ser o no ser» (2).
Estas «leyes» del pensamiento no sólo presuponen una coherencia lógica,
sino que aluden a algo igualmente profundo y característico de esa tradición,
el hecho de que existe una realidad esencial –un origen– al que se refieren
dichas leyes. Para mantener la coherencia lógica, este origen debe ser
«sencillo» (es decir, libre de contradicciones), homogéneo (de la misma
sustancia, del mismo orden), idéntico o presente ante sí mismo, (es decir,
separado y distinto de toda mediación, consciente de sí mismo sin ningún vacío
entre el origen y la conciencia). Claramente, dichas «leyes» implican la exclusión
de ciertas características, a saber: complejidad, mediación y diferencia; es
decir, rasgos que invocan «impureza» o complejidad. Este proceso de exclusión
ocurre en un plano general, metafísico, en el que, además, llega a establecerse
todo un sistema de conceptos (sensato-inteligible; ideal-real; interno-externo;
ficción-realidad; naturaleza-cultura; habla-escritura; actividad-pasividad,
etc.) que rige la actuación del pensamiento en Occidente.
A través del método llamado «deconstrucción», Derrida ha iniciado una
investigación fundamental sobre el carácter de la tradición metafísica
occidental y su base en la ley de identidad. A simple vista, los resultados de
dicha investigación parecen revelar una tradición llena de paradojas y aporías
lógicas como la siguiente, de la filosofía de Rousseau.
Rousseau afirma en cierto momento que sólo debería escucharse la voz de
la naturaleza. Esta naturaleza es idéntica a sí misma, una plenitud a la que no
puede añadirse ni sustraerse nada. Pero nos llama también la atención sobre el
hecho de que la naturaleza, a veces, tiene carencias, como cuando una madre no
puede producir suficiente leche para el niño que amamanta. Esas carencias pasan
a juzgarse como algo corriente en la naturaleza, si no una de sus características
más significativas. De modo que, a juicio de Rousseau, la naturaleza
autosuficiente también tiene carencias, nos dice Derrida (3). La carencia pone
en peligro esa autosuficiencia, es decir, la identidad o, como prefiere
Derrida, la autopresencia de la naturaleza. Ésta sólo puede preservar su
autosuficiencia si se cubre esa carencia. Sin embargo, de acuerdo con la lógica
de la identidad, si la naturaleza requiere un complemento no puede ser
autosuficiente (idéntica a sí misma); porque la autosuficiencia y la carencia
son opuestas; la base de una identidad puede consistir en una u otra, pero no
ambas, si se quiere evitar la contradicción. Este ejemplo no es una excepción.
La impureza de esta identidad o la destrucción de la autopresencia son realmente
inevitables. Porque, en términos más generales, cualquier origen aparentemente
«sencillo» tiene, como condición de posibilidad, un no origen. Los seres
humanos necesitan la mediación de la conciencia, o el espejo del lenguaje, para
conocerse a sí mismos y conocer el mundo; pero esa mediación del espejo (esas
impurezas) tienen que quedar excluidas del proceso de conocimiento; lo hacen
posible, pero no están incluidas en el proceso. O, si lo están, como en la
filosofía de los fenomenólogos, pasan a equivaler, también ellas (conciencia,
subjetividad, lenguaje), a una especie de presencia idéntica a sí misma.
El proceso de «deconstrucción» que investiga los fundamentos del
pensamiento occidental no lo hace en la esperanza de poder eliminar estas
paradojas o contradicciones; tampoco pretende ser capaz de escapar a las
exigencias de la tradición y crear un sistema por sí solo. Lo que hace es
reconocer que se ve obligado a utilizar los mismos conceptos que considera
insostenibles en relación con los rasgos que se les atribuyen. Es decir,
también este proceso debe mantener (al menos, provisionalmente) dichas
pretensiones.
El propósito de la deconstrucción no es sólo demostrar que, desde el
punto de vista filosófico, se ve que las «leyes» del pensamiento tienen
carencias. Más bien, la tendencia que se observa en la obra de Derrida es la
preocupación por producir efectos, abrir el campo filosófico para que pueda
seguir siendo el terreno de la creatividad y la invención. La noción de
diferencia, o différance,
nos lleva quizá a la segunda tendencia más visible en su trabajo,
estrechamente unida al deseo de conservar la creatividad de la filosofía.
Différance es un término que
Derrida acuñó en 1968, tras sus investigaciones sobre la teoría del lenguaje de
Saussure y los estructuralistas. Aunque Saussure se había esforzado para
demostrar que el lenguaje, en su forma más general, podía entenderse como un
sistema de diferencias, «sin términos positivos», Derrida advirtió que ni los
estructuralistas más recientes ni el propio Saussure habían valorado plenamente
las repercusiones de esta idea. La diferencia sin términos positivos significa
que esa dimensión del lenguaje debe pasar siempre inadvertida, porque, en
términos estrictos, no puede conceptualizarse. Con Derrida, la diferencia se
convierte en el prototipo de lo que está aún fuera del alcance del pensamiento
metafísico occidental, por la condición de posibilidad de éste. Desde luego, en
la vida diaria la gente habla enseguida de diferencia y diferencias. Decimos, por
ejemplo, que «x» (que posee una cualidad específica) es diferente de «y» (que
tiene otra cualidad específica), y normalmente queremos decir que es posible
enumerar las cualidades que constituyen esa diferencia. Sin embargo, esto es
atribuirle términos positivos –suponer que puede tener forma de fenómeno–, de
modo que no puede ser la diferencia anunciada por Saussure, que no puede
conceptualizarse. Así aparece la primera razón para el neologismo de Derrida:
quiere distinguir la diferencia conceptualizable del sentido común de una
diferencia que no recae en el orden de lo mismo para recibir una identidad
mediante un concepto. La diferencia no es una identidad; tampoco lo es la
diferencia entre dos identidades. La diferencia es la diferencia diferida (en francés,
el verbo différer, como «diferir» en español, significa «diferenciarse»
y «aplazar»). La différance nos
advierte sobre una serie de términos muy importantes en la obra de Derrida y
cuya estructura es inexorablemente doble: fármaco (tanto veneno como antídoto),
suplemento (excedente y añadido necesario), himen (al mismo tiempo dentro y
fuera).
Otra
justificación del neologismo de Derrida procede también de la teoría del
lenguaje de Saussure. La escritura, había dicho éste, es secundaria respecto al
habla utilizada por los miembros de
la comunidad lingüística. Para Saussure, la escritura es incluso una
deformación del lenguaje en el sentido de que se considera (a través de la
gramática) que es su representación auténtica cuando, en realidad, la esencia del
lenguaje sólo está contenida, afirma Saussure, en el habla viva, que cambia sin cesar. Derrida examina esta distinción.
Como ocurre con la diferencia, observa que tanto Saussure como los
estructuralistas (cfr. Lévi-Strauss)
trabajan con un concepto coloquial de la escritura, que intenta eliminar todas
las complejidades. Se supone que la escritura es puramente gráfica, quizá una
ayuda para la memoria, pero secundaria respecto al habla; se considera
esencialmente fonética y, por tanto, representa los sonidos del lenguaje. En
cuanto al habla, se supone que está más próximo al pensamiento y, por tanto, a
las emociones, ideas e intenciones del hablante. De modo que el habla, primaria
y más original, contrasta con el carácter secundario y representativo de la escritura.
Derrida, el gramatólogo (teórico de la escritura), pretende demostrar que esta
distinción es insostenible. El propio término différance, por ejemplo, posee un elemento claramente gráfico que no
puede detectarse en la voz. Además, la afirmación de que la escritura fonética
es totalmente fonética, o que el habla es totalmente auditiva, se hace
sospechosa en cuanto se advierten el carácter exclusivamente gráfico de la
puntuación y los silencios (espacios) del habla, irrepresentables.
De una u
otra forma, el conjunto de la oeuvre de
Derrida es una exploración sobre el carácter de la escritura, en su sentido más
amplio, como différance. En la medida en que la escritura
incluye siempre elementos pictográficos, ideográficos y fonéticos, no es
idéntica a sí misma. Por tanto, la escritura siempre es impura y desafía la
noción de identidad e incluso la del origen «sencillo». No está completamente
presente ni ausente, sino que es la huella derivada de su propia borradura en
el camino hacia la transparencia. Aún más, la escritura es, en cierto sentido,
más «original» que las formas de fenómeno que presuntamente evoca. La escritura
como huella, marca, grafema, se convierte en requisito previo de todas las
formas fenomenológicas. Éste es el sentido implícito en el capítulo de De la gramatología titulado «El fin del libro y el principio de la
escritura». Dicho capítulo muestra que la escritura, en el sentido más
estricto, es virtual, sin carácter de fenómeno; no es lo que se produce, sino
lo que permite la producción. Evoca todo el campo de la cibernética, la
matemática teórica y la teoría de la información (4).
En sus
meditaciones sobre temas de la literatura, el arte y el psicoanálisis, así como
de la historia de la filosofía, parte de la estrategia de Derrida consiste en
hacer visible la «impureza» de la escritura (y cualquier identidad). Es decir,
Derrida muestra con frecuencia lo que está intentando confirmar, desde un punto
de vista filosófico, mediante el uso de estrategias retóricas, gráficas y
poéticas (como, por ejemplo, en Glas o
La carte postale: De Socrate à Freud
et au-delà), con el fin de que
el lector advierta lo difuso de los límites entre disciplinas (como la
filosofía y la literatura) y materias (como ocurre con la escritura y la
filosofía o con la autobiografía). En la primera presentación extensa de la différance en la Sorbona , en 1968, un
oyente astuto observó, aunque lamentándolo, que «en su obra, la expresión es
tan importante que la atención del oyente está constantemente dividida y
dirigida, por un lado, a su forma de hablar, y, por otro, a lo que quiere
decir».
Derrida
respondió: «Intento situarme en un punto concreto en el que... el objeto
significado no pueda ya separarse fácilmente del significante» (5).
La
demostración de que es imposible separar, en rigor, la dimensión poética y
retórica del texto (el plano del significante) del «contenido», mensaje o
sentido (el plano del significado) es el paso más necesario, aunque más
controvertido, en toda la empresa de Derrida. Aunque un número significativo de
críticos literarios norteamericanos parecen haber quedado seducidos por esta
estrategia, hay que preguntarse hasta qué punto ésta puede estar bajo el dominio (consciente) del filósofo. Si los
límites de disciplinas y géneros son factores convencionales con historias muy
concretas –es decir, si sólo se establecen basándose en una especie de
confianza–, es posible subvertirlos. Pero lo que se subvierte es, en realidad,
un principio operativo relativamente frágil, no una verdad esencial y arraigada.
Con los trabajos de Laclau (cuyo inspirador es Derrida) sobre teoría política,
es exactamente esta fragilidad de la identidad la que parece dar nuevo impulso
a la política. Dado que las identidades son elaboraciones y no esenciales, son
inevitablemente frágiles, pero no por ello menos importantes.
Desde otra
perspectiva, la obra de Derrida inicia una nueva creatividad, un sentido en el
que el interés por la escritura como gramatología tiene efectos prácticos. Aquí recordemos que Derrida
demuestra que los principios eternos y metafísicos poseen una base muy frágil
y, en definitiva, ambigua. Lo que es correcto y «propio» (como el nombre
propio), porque tiene una identidad fija, acaba produciendo una deconstrucción
de lo «propio» (por ejemplo, un nombre no se refiere sólo a una persona u
objeto simple, «real» o fenomenológico; tiene también una dimensión retórica
que las bromas dejan a la luz). Cuando se demuestra que un nombre propio es
«im»propio, surge la escritura tal como la entiende Derrida. El nombre del
poeta francés F. Ponge [que, en un famoso ensayo, Derrida convierte en éponge (esponja)], ofrece una fuente
admirable de escritura filosófica creativa y crítica. En inglés, no hay más que
pensar en Words-worth o en el joy de Joyce para dar pie a toda una serie de asociaciones
«impropias». Mediante juegos de palabras, anagramas, etimologías o distintos
rasgos diacríticos (el «joy» de Joyce), un nombre propio puede conectarse con
uno o más sistemas diferentes de conceptos, ideas o palabras (incluyendo las de
otras lenguas). Derrida ha asociado también el nombre propio a distintas series
de imágenes y sonidos, por lo que, desde cierto punto de vista, el texto de
referencia parece tener una relación muy tangencial con el texto crítico (véase
el tratamiento que hace de la obra de Jean Genet en Glas; o el ensayo Signéponge, «sobre»
la obra de Francis Ponge). En realidad, mientras que el crítico literario
tradicional podría tender a la búsqueda de la verdad (semántica, poética o
ideológica) del texto literario escrito por otro, y después adoptar un papel
respetuoso y secundario ante la «primacía» de dicho texto, Derrida convierte
ese texto «primario», en una fuente de nueva inspiración y creatividad. Ahora
el crítico y lector no se limita ya a interpretar (cosa que, de todas formas,
no era nunca exactamente así), sino que se convierte en autor por derecho
propio.
Una vez
más, aunque el sentido común tiende a suponer que la iterabilidad es una
cualidad más o menos accidental del lenguaje, de modo que las palabras, expresiones,
oraciones, etc., pueden repetirse en diferentes contextos, esa es precisamente
la cualidad que, a juicio de Derrida, separa de forma irrevocable el plano del
significante y el plano del significado. Por tanto, si el significado se
relaciona con el contexto, no existe, con respecto a la estructura del
lenguaje, ningún contexto adecuado que ofrezca prueba de un significado
definitivo. El contexto no está vinculado, como ha explicado Jonathan Culler.
El debate entre Derrida y el filósofo norteamericano John R. Searl, sobre la
teoría de los «performativos» de J. L. Austin, gira precisamente en torno a
esta cuestión. Austin intentaba hacer que un performativo oportuno (hacer
mediante la palabra, como cuando se hace una promesa) dependa de su realización
en un contexto adecuado y por parte de la persona adecuada, pero el
performativo inoportuno –como cuando alguien dice «sí, quiero» fuera de la
ceremonia del matrimonio, o cuando una persona que no corresponde abre una
reunión– no puede eliminarse del lenguaje. La razón es, como advierte Derrida,
que el carácter inoportuno está imbricado en la propia estructura del
performativo: la cualidad de iterabilidad significa que cualquiera puede
apoderarse del lenguaje –incluidas las firmas– en cualquier momento. La
iterabilidad, pues, implica la posibilidad de falsificación de las firmas.
En
resumen, el empeño filosófico de Derrida pretende deconstruir viejos lemas
omnipresentes, tal como aparecen tanto en el trabajo académico como en el
lenguaje de la vida cotidiana. El lenguaje diario no es neutral; incluye los
presupuestos y las hipótesis culturales de toda una tradición. Al mismo tiempo,
la reelaboración crítica de la base filosófica de dicha tradición produce,
quizá de manera inesperada, un nuevo énfasis en la autonomía y creatividad
individuales del investigador, filósofo y lector. Quizá este elemento de la
gramatología, antipopulista pero antiplatónico, sea la principal contribución
de Derrida al pensamiento de la posguerra.
NOTAS
1.
Véase Jacques Derrida, «De la grammatologie (I)», Critique, 223 (diciembre de 1965), págs.
1016-1042; y «De la grammatologie (II)., Critique,
224 (enero de 1966), págs. 23-53.
2.
Bertrand Russell, The Problems of
Philosophy, Londres, Nueva York,
Oxford University Press, reimpr. 1973, pág. 40. (Trad. esp.: Los problemas de la filosofía,
Barcelona, Labor, 1991.)
3.
Jacques Derrida, Of Grammatology,
trad. de Gayatri Chakravorty Spivak, Baltimore y Londres, Johns Hopkins
University Press, 1976, pág. 145.
4.
Ibíd., pág. 9.
5.
David Wood y Robert Bernasconi (eds.), Derrida
and «Différance», Evanston , Northwestern
University Press, 1988, pág. 88.
PRINCIPALES OBRAS
DE DERRIDA
La voz y el fenómeno (1967), Valencia, Pre-textos, 1983.
De la gramatología (1967), Buenos Aires, Siglo XXI, 1971.
La escritura y la diferencia (1967), Barcelona, Anthropos, 1989.
Posiciones (1972), Valencia, Pre-textos, 1977.
La diseminación (1972), Madrid, Fundarnentos, 1975.
Márgenes de la filosofía (1972), Madrid, Cátedra, 1989.
Glas, París, Galilée,
1974.
La verité en peinture, París, Flammarion, 1978.
Espolones:
los estilos de Nietzsche (1978), Valencia, Pre-textos, 1981.
Signéponge = Signsponge (en inglés y francés), trad. de Rochard Rand, Nueva York,
Columbia University Press, 1984.
La filosofía como institución, Barcelona, Granica, 1984.
Psyché: inventions de l'autre, París, Galilée, 1987.
«Some statements and truisms...», en
David Carroll (ed.), The States of Theory, Nueva York, Columbia University
Press, 1989.
Del espíritu: Heidegger y la pregunta, Valencia, Pre-textos, 1989.
El otro cabo (1991), Barcelona, Serbal, 1992.
Spectres de Marx. L'État de la dette, le travail du deuil
et la nouvelle internationale, París, Galilée, 1993.
La deconstrucción en las fronteras de la filosofía, Barcelona, Paidós, 1993.
OTRAS LECTURAS
BENNINGTON, Geoffrey (con Jacques
Derrida), Jacques Derrida, Madrid,
Cátedra, 1994.
GASCHÉ, Rodolphe, Tain of the Mirror: Derrida and the
Philosophy of Reflection, Cambridge , Mass. , Harvard University Press, 1986.
NORRIS, Christopher, Derrida,
Londres, Fontana, 1987.
ULMER, Gregory, Applied Grammatology Post(e)-Pedagogy
from Jacques Derrida to Joseph Beuys,
Baltimore y Londres, Johns Hopkins
University Press, 1985.
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