Versalles,
Francia, 10 de agosto de 1924. Licenciado en Filosofía en 1950, se doctoró en Letras en 1971.
Después de diez años de enseñanza en establecimientos secundarios inicia su
carrera como docente universitario, ejerciendo, entre otras, en las
universidades de París VIII, París I y Nanterre. Profesor visitante en las
universidades de Berkeley, San Diego, Johns Hopkins y Wisconsin, de Estados
Unidos. Investigador del Centre National de la Recherche Scientifique
(CNRS), ha sido comisario de la exposición Les
Inmatériaux (1985) en el Centro
Georges Pompidou. Presidente del Colegio Internacional de Filosofía
(1984-1986), fue además profesor emérito de las universidades de Irvine
(California) y París VIII. Murió el 21 de abril de 1998.
Durante
más de veinte años, Jean-François Lyotard escribió sobre política en la revista
Socialisme et Barbarie, fundada en
1949. Tuvo una activa militancia en grupos de la izquierda heterodoxa,
situándose dentro de un marxismo crítico. En los años cincuenta escribe en el
diario Pouvoir Ouvrier,
al mismo tiempo que desarrolla actividades académicas. Su primer libro,
publicado en 1954 en la colección Que
sais-je? (de Presses Universitaires de France),
trata sobre fenomenología; y si bien es un trabajo de divulgación propio de esa
colección, establece criterios claros acerca del papel de la fenomenología en
el pensamiento del siglo xx.
En los años setenta, principalmente a partir
de una evolución que lo lleva a alejarse definitivamente del marxismo, comienza
a desarrollar un pensamiento original, nutrido sin duda de sus propias
experiencias de vida. Por una parte, advierte la pérdida de valor, y
consecuentemente de autoridad, de los "grandes relatos" marxistas que
quiebran en él un soporte de legitimidad. Aparece entonces el tema del deseo,
en el sentido que tiene para Nietzsche. El deseo de búsqueda de lo imposible,
según el concepto de Lacan. Lyotard encuentra una situación equivalente en el
terreno del capitalismo, donde el deseo, concebido como un sistema de cargas
energéticas, deriva produciendo una notoria pérdida de su fuerza libidinal.
Observa que hay una falta de identificación en la generación joven con los
"valores" de la sociedad consumista, manifestando más bien un
escepticismo prácticamente nihilista.
Desde otra perspectiva, por los mismos años
setenta, Lyotard ve en la estética, y principalmente en las obras pictóricas,
un campo determinante en la posición del deseo. Así, en "Freud según
Cézanne" (1971), ensayo incluido en Dispositivos
pulsionales, plantea una
revisión de la concepción freudiana del arte, reinvirtiendo el sentido al ir
desde la obra al psicoanálisis. Para él, en la situación estética, la energía
de la libido es liberada y restituida bajo la forma de energía libre al
inconsciente, posibilitando la producción de imágenes. De tal modo, la mutación
del deseo subyacente se formaliza en las obras, que serían la realización de la
des-realidad. En Cézanne encuentra el modelo de esta acción, al cambiar con él
la pintura de sujeto, de problemas y de temas. Lo ve como a un creador de
espacios análogos al del inconsciente, y en consecuencia, produciendo en el
contemplador estados de inquietud y perturbación.
Lyotard
valora en Cézanne el hecho de que la búsqueda plástica se oriente hacia una
economía del sistema psíquico. Vale decir, que la imagen no se organice ni por
representaciones ni por significaciones, sino por cantidades de energía
pulsional que lleva al contemplador a "circulaciones" y afectos. Se
podría hablar así de una estética libidinal.
Esto
no significa para Lyotard que "se pinte para hablar" en el sentido
freudiano –ya que en la lectura de la obra lo que menos interesa es la
exposición del inconsciente del autor–, sino para callarse. La obra de arte
sería entonces un objeto en sí mismo, absoluto, fuera de toda relación de transferencia,
de toda ley simbólica, indiferente a lo relacional, más bien activo en el orden
energético.
Por
eso en La Pintura
como dispositivo libidinal afirma que el secreto del concepto pintura sería el deseo, como lugar de
operaciones libidinales que engendra una polimorfia. La energía libidinal
produce una metamorfosis en objetos de lenguaje que se transforman en emociones
y diversas acciones que a su vez dan origen a nuevas metamorfosis. En
consecuencia, la obra es, esencialmente, energía libre, fluctuante y fluida,
con un gran poder de transformación. Ya no interesa entonces el objeto, sino
sus transformaciones desarrolladas a caballo de la libido conmutable.
El
pensamiento de Lyotard alcanza su mejor síntesis y una confluencia de todo su
propio proceso transformador en una obra de circunstancias que se publicará
bajo el título de La condición posmoderna, y que trata sobre la situación del
saber en las sociedades más desarrolladas.
A
su juicio, el estatuto del saber cambia en el momento en que las sociedades
entran en la edad postindustrial, correspondiéndoles una cultura posmoderna.
Hay una pérdida de narratividad que ya no tiene sus grandes temas (el héroe,
los graves peligros, los viajes, los elevados propósitos). La materia narrativa
ya no lo es, por lo que el saber de la posmodernidad no puede ser narrativo.
Al
mismo tiempo, las ciencias y técnicas de punta se apoyan en el lenguaje
(principalmente la informática, la cibernética, los ordenadores, la telemática
y los bancos de datos), de modo tal que la circulación del conocimiento y la
naturaleza del saber quedan afectadas. El saber es una fuerza de producción; la
información se compra y se vende, es un factor de poder. Hay, para Lyotard, una
nueva legitimación del saber que nada tiene que ver con la pretensión
ontológica. La investigación se encuentra orientada hacia la rentabilidad y el
poder. Al establecerse una relación entre riqueza, eficiencia y verdad,
predomina un criterio performativo, una legitimación por el poder. La ciencia y
el derecho se legitiman por la eficiencia. Todo sistema queda regulado por la
optimización de sus actuaciones.
El saber es inevitablemente fragmentario. No
interesa la verdad sino para qué sirve y si es eficaz. Ésa es, en todo caso, la
verdad. Sin embargo, para Lyotard el saber científico posmoderno no participa
del positivismo de la eficacia. No es performativo, sino que, por el contrario,
avanza como una investigación de inestabilidades. Por eso, su modelo de
legitimación es la diferencia entendida como paralogía.
Bajo
este pensamiento, hay que dejar jugar a los lenguajes, legitimados por su
diversidad, por la paralogía. En la existencia de una pluralidad de lenguajes
heteromorfos, que no se integran ni derivan en un juego superior o unificante,
transcurre el poder de la posmodemidad.
Por
eso, para Lyotard, asistimos a la crisis de las "grandes narraciones"
legitimadoras propias de la modernidad. Esos meta-relatos se fundaban en un
proyecto o idea a realizar y su legitimación estaba dada por la expectativa de
su cumplimiento. Eran narrativas y legitimaban instituciones, prácticas
sociales, modos de pensar, formas simbólicas. Su pérdida implica la del nosotros moderno, nos lleva a la atomización de los juegos del lenguaje y a la
primacía del sí mismo. Con la descomposición de los grandes relatos –sin duda
el marxismo es un gran referente para Lyotard– se disuelven los lazos sociales
y se abandona la idea de una sociedad orgánica.
En
La diferencia, Lyotard se sitúa
abiertamente ante la hegemonía del pensamiento en dispersión y la apertura de
un universo de proposiciones para acoger a los nuevos géneros de discursos. Las
equivalencias entre lenguaje expresado y pensamiento, el sujeto del decir, el
sentido y las palabras, constituyen factores de un orden social. Por eso,
"en la lengua no hay más que diferencias", es un vaivén del discurso
y del sentido. La realidad será establecida tanto mejor cuanto mayores
testimonios diversos sobre ella existan. La realidad entraña la diferencia y el
ideal de la verdad sería la tautología.
Con
El entusiasmo, Jean-François Lyotard plantea una crítica kantiana de la Historia , ante la
imposibilidad de concebir la historia humana como un desarrollo único,
asumiendo positivamente la pérdida de un sentido universal y unitario. La
crisis de la concepción hegeliana de la historia implica el rechazo de toda
teleología y dejar a un lado las meta-historias. El entusiasmo sería una
modalidad del sentimiento kantiano de lo sublime.
Ante
la pérdida de los saberes unificantes, aparece en Lyotard la necesidad de
establecer algún medio que concilie la heterogeneidad, que establezca lazos de
comunicación entre las diferencias. Trata así el tema de las reglas, como
reglas de juego que establecen los propios jugadores bajo características
convencionales y cambiantes. En ese sentido, los juegos de lenguaje serían un
requisito mínimo para la existencia de una sociedad.
En
la multiplicación y diseminación constantes de los juegos de lenguaje en una
trama cada vez más compleja se suele ver un aspecto pesimista del pensamiento
de Lyotard. Pero más bien habría que encontrar en ello lo opuesto, dado por la
amplitud y diversidad de los sistemas abiertos, el carácter inestable, no
conciliador, falto de consenso e inconmensurable de la multiplicidad de juegos
de lenguaje. En la orilla liberal o posliberal, Lyotard ofrece un sistema
abierto a las interpretaciones y sentidos, a las variables de los juegos y sus
infinitas reglas, librando en gran medida a la libertad individual, a la
creatividad y a la confrontación permanente con todo lo que signifique
clausura, totalitarismo, falso orden basado en un consenso ficticio o
imposible.
Sin embargo, la historia personal de Lyotard,
la evolución de su pensamiento, desde una orilla ideológica hasta otra, su
fragmentarismo inevitable, indican una predisposición al cambio constante que
nos hace recordar aquella antigua recomendación de Nietzsche de "pensar
con el martillo". La filosofía es, en ese sentido, el campo de la
precariedad y la revisión permanente.
Bibliografía:
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L'inhumain,
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Leçons
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Misère
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Pourquoi
philosopher ?,
2012 [1964]
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