Nació en El Biar, Argelia, el 15 de julio de 1930 y murió en París el 8 de octubre de 2004. Fue profesor en l’École Normale Supérieure de París y Director fundador del Collège International de Philosophie en esta misma ciudad. Dictó seminarios como profesor invitado en diversas universidades de Estados Unidos. Fue profesor en la Universidad de Yale y Director de Estudios de Les Institutions Philosophiques en l’École des Hautes Études en Sciences Sociales.
El hombre se ha
vuelto “sujeto” y el mundo ha devenido imagen. Esta es, sumariamente, la
determinación esencial de lo que Martin Heidegger llama “los tiempos modernos”
y que hoy denominaríamos Modernidad. Ella enuncia que el ente en su totalidad
es objetividad dispuesta y disponible para un sujeto, totalidad visualizable
como imagen del mundo (Weltbild). Si en el mundo medieval el ente es ens creatum y en el mundo griego el
hombre no es contemplador del ente sino que está en él, sólo a la Modernidad
corresponde una “imagen”. La posibilidad de esa imagen descansa en la significación
del hypokeimenon griego y en su
traducción medieval como subjectum,
significación que posteriormente se asimila e identifica con la subjetividad
humana entendida como conciencia. A
partir de esa identificación, nos dice Heidegger, el hombre se vuelve el centro de referencia del ente en tanto
que tal y desde ese punto conquistado de despliega como dominio y posesión de
toda objetividad. Es decir que la determinación esencial de la modernidad es
consumación y resultado de una historia, y en esa historia
-la de la
metafísica- ésta se comprende a sí misma bajo un modo determinado del tiempo:
el presente. Historia, precisa Derrida continuando a Heidegger, no quiere decir
otra cosa ni nunca ha sido otra cosa que “presentación”, o lo que es lo mismo,
producir, recoger, unificar el ente en el presente, traerlo a presencia como
saber y dominación (La voix et le phénomène).
Ciertamente que –de acuerdo con
Heidegger y en términos de la Briefe über
den Humanismus– la verdadera
esencia del hombre no descansa en esta idea del sujeto como centro y su capacidad de hacer presente
la totalidad de los entes en una imagen que
se le contrapone. Es necesario entonces volver hacia la historia de la
metafísica, retornar hacia ese lenguaje heredado que está, de parte a parte, atravesado
por el dominio de los conceptos de la ontología griega, para “disolver las
capas encubridoras de una tradición endurecida”. Ese retorno constituye el
“camino de regreso destructor de la historia de la ontología”, camino que tiene
como tarea la destrucción, lo que no implica ni sepultar en el olvido ni
relación negativa; por el contrario, se trata del objetivo positivo de reiterar
una pregunta fundamental.
El término deconstrucción es aquel con el cual Jacques Derrida ha querido,
entre otras cosas, traducir la Destruktion
heideggeriana. Esa palabra no feliz según su autor, pero con la cual se ha
identificado su recorrido teórico, indica el lugar propio de Derrida en el
“camino de regreso”. Se instala allí, no para continuarlo o repetirlo, sino para
acogerse a la tradición heredada en el lenguaje de la Metafísica y la
Gramática, tomando la palabra a la tarea heideggeriana. pero entonces esa tarea
–y con ella toda la filosofía de Heidegger– es parte constitutiva de ese
lenguaje y de esa tradición. De tal modo, la “destrucción” de la historia de la
metafísica no es el coronamiento o el punto final que corresponde al nombre
propio Heidegger, sino que ella, ya desde siempre, atraviesa de parte a
parte todo el repertorio de conceptos derivados de la ontología griega que
articulan la tradición. Este punto es el lugar de la insistencia propia de Derrida en el reconocimiento de que el centro
que trae a presencia -centro que ha recibido de modo regulado los nombres
sucesivos que conforman la conceptualidad metafísica- no es sólo el lugar de un
olvido, sino que es también el proceso de la pérdida del centro. Esta no
constituye un acontecimiento que pueda ser datable; pertenece ciertamente a
nuestra época ”pero ya desde siempre empezó a anunciarse y a trabajar”
(L’écriture et la différence). La historia de la
metafísica, la historia que ha construido el sentido, la historia del centro y
de sus funciones derivadas (eidos, arché,
telos, energeia, ousía, cogito,
conciencia, Geist) es también la historia de su destrucción, el proceso de
su “deconstrucción”. La metafísica de la presencia reconoce como ley única la
mirada que recoge y desplaza lo disponible para hacerlo presente, pero su
mirada está siempre afectada por una irritación que perturba la pura facultad
de ver y contra la cual se vuelve permanentemente para acceder a la pureza, sin
poder reconocer que esa irritación no es otra cosa que la misma facultad de
ver.
El camino de regreso de esa
destrucción –que sólo nuestra época ha podido pensar como tal– pertenece desde
siempre a esa historia. La historia de la metafísica es deconstrucción porque es la relación entre ella y su destrucción
inmanente.
Ahora bien, la filosofía de Derrida
es aquella que, además, se niega a formar parte de esta circularidad entre el
sentido y su desestabilización detectando aquello que permita “exceder en
alguna parte” y de una “manera exorbitante” el sentido y el valor de una
totalidad interpretativa (De la
Grammatologie) tratando de volver enigmático lo que cree entenderse con
esos nombres que organizan la historia del sentido, buscando el signo de ese
exceso que sea “absolutamente excedente” respecto de toda presencia posible (Marges de la philosophie). Encontrar ese
signo es inscribir una marca (trace)
en el texto metafísico que ya no remita a alguna forma de presencia sino que
abra la posibilidad de un texto totalmente otro, totalmente distinto. El signo
que excede no sólo disloca, desplaza o “destruye”, sino que abre el pasaje
hacia otra escritura. Es decir que lo que se sustrae a la presencia incluso
debe sustraerse a esa circularidad entre presencia y destrucción propia de la
historia de la metafísica. En palabras de Derrida: la deconstrucción “...no se instala jamás en la certeza teórica de una
oposición simple entre ferformativo y constativo” (Psyché).
La deconstrucción depende literalmente del trabajo textual y por
consiguiente impide la exposición de algo así como una teoría externa a eso
trabajos o una sistematización interna de los mismos. Lo único que la deconstrucción admite, si se quiere
hablar de ella, es la posibilidad de una entrada -por cualquier punto que sea-
en sus intervenciones concretas, un recorrido por trayectos donde siempre las
intuiciones más firmes, los conceptos canónicos y los modelos retóricos dicen,
alegóricamente, otra cosa de lo que dicen. Hablando de sí mismos remiten a otra
cosa y hablando de lo otro se refieren a sí mismos. Se trata, en definitiva, de
una estrategia que no descalifica ni
destruye, que se elabora y despliega en un punto situado entre la hostilidad y
la negociación. Internarse, aunque sea esquemática y brevemente, por uno de esos recorridos implica también la
decisión de interrumpirlo sin garantías de hacerlo en el momento correcto,
porque allí no se obedece ya ni al orden de una sintaxis ni a la lógica de una
totalización sintética.
En el ensayo sobre La farmacia de Platón, incluido en La dissémination, el esfuerzo platónico
por no confundir la imitación de imágenes con la verdad culmina con la
necesidad de introducir un antídoto para quienes no conocen las cosas tal como
son en realidad y se conforman con sus meras imágenes. Ese antídoto (fármacon) es el contraveneno que debe
neutralizar el envenenamiento producido al tomar la imagen (eidolon) por verdad y posibilitar el
acceso al conocimiento de las cosas tal como realmente son. Los imitadores, los
que producen encantamientos, los seductores, son charlatanes y taumaturgos (farmakeus); por el contrario, la ciencia
y el saber son antídotos contra el encantamiento (fármakos): el saber es una fuerza farmacéutica opuesta a otra
fuerza farmacéutica. Esto permite concluir mostrando que el orden del saber no
es el orden transparente de las formas y las ideas, sino que descansa en la
presencia necesaria del antídoto; en otras palabras, el orden del saber es el
combate, el litigio entre la filosofía y su otro. Y ese combate es el que
indica que si la filosofía se constituye de ese modo es porque su otro es
defectuoso en algún punto, y ese defecto o falta –que no puede devenir nunca en
sujeto principal, que no puede nunca formar parte de la presentación definitiva
del objeto– es lo accesorio, lo secundario, lo que Kant llama Parerga. Los ejemplos kantianos que
analiza Derrida –excediéndolos– son: los marcos de los cuadros, los paños de
las estatuas y los peristilos alrededor de los edificios (La verité en peinture).
Pero gracias a lo defectuoso de lo
otro, a lo accesorio del parergon, el
saber puede erigirse como tal saber relegándolo a un hors d’oeuvre, a un “fuera de la obra” (ergon). Sin embargo, el parergon
está en combate permanente y constitutivo con el ergon: lo que es suplemento accesorio del ergon, lo que nunca puede llegar a ser ciencia ni obra, hace
posible la obra y la ciencia. Ergon
-aclara Derrida- es energía desencadenada, productividad pura, resultado (Verbindung-Herrschaft). La consistencia
sintética del ergon es uno de los
nombres para la metafísica de la presencia.
La tarea de Derrida, la estrategia
de la deconstrucción, no consiste
solamente en constatar la estructura antagónica de la metafísica de la
presencia, o en mostrar que en un sistema de oposiciones la jerarquización
entre sus términos se derrumba en una mutua pertenencia donde ambos tienen
igual razón o igual falta de razón. Lo que Derrida busca es el espacio para una
intervención que abra una posibilidad para pensar de una manera diferente a la
canónica interrogación de la presencia. El fármacon,
el parergon ocupan esos espacios
porque no pertenecen ni se dejan incluir inmediatamente en lo presente; al
permanecer como suplementos y aditivos exteriores y, al mismo tiempo, ser
constitutivos de su opuesto, inauguran una diferencia. El parergon –el marco del cuadro, por ejemplo– trabaja; como le bois, il craque, se détraque, se disloque;
trabaja y coopera, pero lo determinante es que jamás se deja simplemente
exponer, jamás se deja simplemente exponer, jamás se deja hacerse presente en
la obra, jamás se da a la lectura. El
parergon, como tantas otra palabras sustitutivas detectadas por Derrida –fármacon, escritura, margen, suplemento, don,
etc.– indica que hay un principio de desorden que funciona en el seno de una
estructura antagónica formada por un sistema jerarquizado de oposiciones.
Principio que no es recuperable ni presentable, que no retorna a un sujeto ni
es restituible a un referente. Esas palabras indican que algo pierde su
construcción, que hay algo que se “desconstruye”, que hay deconstrucción.
Lucas Fragasso.
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El lenguaje y las instituciones filosóficas,
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Mal d'archive, 1995.
Apories, 1996.
Resistances de la psychanalyse,
1996.
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