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lunes, 22 de octubre de 2012

Lacan, Jacques


 
Aunque Jacques Lacan iba a cambiar toda la orientación del psicoanálisis en Francia y otros lugares, su primera enseñanza y formación fue muy convencional. Nacido en París dentro de una familia católica burguesa, el 13 de abril de 1901, Lacan estudió –como era costumbre– para obtener el título de médico en la Sorbona antes de proseguir su formación en psiquiatría en los años 20, con el célebre psiquiatra Gaëtan de Clérambault. De él aprendió Lacan el arte de la observación; de los surrealistas, aprendió el arte del barroquismo en la presentación. Lo evocan con gran belleza las palabras de una historiadora del psicoanálisis en Francia, Elisabeth Roudinesco, al describir la actuación de Lacan en el seminario que dirigía:

vestía de forma semejante a su sintaxis barroca. Poco después de la primera separación se trasladó al anfiteatro de Sainte-Anne... Allí, durante un periodo de 10 años, siguió trabajando con una voz cambiante, alternativamente débil y estruendosa, bordada de suspiros y vacilaciones. Escribía por adelantado lo que iba a decir y luego, en presencia de su público, improvisaba como un actor de la Royal Shakespeare Company que hubiera tenido a Greta Garbo de preparadora de dicción y a Arturo Toscanini como gula espiritual. Lacan sonaba a falso porque decía la verdad, como si, a través del rigor de una voz perpetuamente a punto de romperse, estuviera llevando a cabo, como un ventrílocuo, la reaparición del espejo secreto del inconsciente, el síntoma de un dominio siempre al borde del colapso. Brujo sin magia, guru sin hipnosis, profeta sin dios, fascinaba a su público con un lenguaje admirable, y revivía un siglo de ilustración en los límites del deseo (1).

La retórica del seminario de Lacan llevó a la práctica el principio, formulado por primera vez en los años 50, de que el lenguaje posee la capacidad de decir algo distinto a lo que dice. En otras palabras, el lenguaje habla a través de los seres humanos tanto como ellos hablan a través de él.
El esfuerzo de reinterpretar a Freud –«volver a Freud», como prefería decir Lacan– se inició posiblemente en los años 30, inspirado en la interpretación que Alexandre Kojève hizo de Hegel. Desde luego, en los textos escritos por Lacan en los 50 es evidente un vocabulario hegeliano, así como una sensibilidad hegeliana ante los matices intersubjetivos de la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel (2). Lo más destacable, en este caso, es el papel del otro (con O mayúscula, para demostrar que no es sólo la otra persona) como algo fundamental en la articulación del deseo humano. Dado que se basa en la pérdida del objeto (la madre, en el primer caso), el deseo no confirma al sujeto en su identidad, sino que lo pone en tela de juicio: el deseo, en realidad, destaca una división en el sujeto.
Para reelaborar la teoría de la subjetividad y la sexualidad derivadas de la obra freudiana, Lacan releyó a Freud con el fin de aclarar y reforzar toda una serie de conceptos, entre ellos el del inconsciente. Lo que más había impedido conocer el carácter subversivo y revolucionario del trabajo de Freud, afirmó Lacan en los años 50, era la opinión de que el yo tenía una importancia fundamental para comprender la conducta humana. La teoría del yo idéntico a sí mismo, homogéneo y fuente privilegiada de identidad individual, no sólo dominó en la psicología norteamericana del yo bajo el influjo de Heinze Hartmann, sino que se extendió a todas las disciplinas de las ciencias sociales y las humanidades. El periodo inmediatamente posterior a la guerra (sobre todo en Estados Unidos y otros países anglófonos) fue la era del humanismo y la creencia de que la intención humana, la comprensión y la conciencia eran fundamentales. Reinaba la certeza de que el yo –para bien o para mal– ocupaba el centro de la vida psíquica de las personas.
Con el énfasis estructuralista en el lenguaje como sistema de diferencias sin términos positivos, Lacan destacó la importancia del lenguaje en la obra de Freud. Pero, ya antes de que se conociera de forma general el método estructuralista, Lacan había desarrollado, en 1936, la teoría de la «fase del espejo» (3). La fase del espejo se refiere a la aparición, entre los seis y los dieciocho meses de edad, de la capacidad del niño (enfans = sin habla), antes de poder hablar, antes de controlar sus habilidades motoras, para reconocer su propia imagen en el espejo. Este acto de reconocimiento no es evidente; el niño tiene que ver que la imagen es, al mismo tiempo, él mismo (su reflejo) y no él (sólo una imagen reflejada). La imagen no es idéntica al sujeto infantil, y convertirse en un sujeto humano (es decir, un ser social) significa aprender este hecho. La iniciación del niño al lenguaje depende por completo de dicho reconocimiento. También depende la formación del yo (el centro de la conciencia). El lenguaje y los elementos simbólicos (es decir, culturales) se hacen fundamentales, mientras que antes se suponía que la base de la subjetividad humana la componían los factores biológicos (o sea, naturales). Como afirma Lacan en el Discurso de Roma de 1953: «El hombre habla... pero es porque el símbolo le ha hecho hombre» (4).
La teoría saussuriana de la relación arbitraria entre significante y significado, unida a la noción de lenguaje como un sistema de diferencias, hizo que Lacan afirmara, a principios de los 60, que el sujeto es el sujeto del significante. Como el significante está siempre separado del significado (como en la barra del algoritmo de Saussure) y tiene una autonomía real, ningún significante se apoya nunca, después de todo, en ningún significado. El ámbito del significante es el ámbito del orden simbólico, el orden de los signos, símbolos, significados, representaciones e imágenes de todo tipo. En este orden se forma el individuo como sujeto.
El lenguaje es también crucial en la sesión psicoanalítica, donde se anima al analizando a decir todo lo que le viene a la mente –sin excepción–, porque es fundamental para la constitución del recuerdo. Ésa es la razón de que los seres humanos se vean inevitablemente atravesados por el orden simbólico.
Pero el lenguaje no es sólo el portador de ideas e información; tampoco es sencillamente un medio de comunicación. Lacan afirma que lo que hace que la comunicación sea defectuosa también es importante. Los equívocos, las confusiones, las resonancias poéticas y toda una serie de rasgos (como deslices verbales, distracción, olvido de nombres, malas interpretaciones, etc., características analizadas en La psicopatología de la vida cotidiana, de Freud), aparecen también en y a través del lenguaje. Éstos son los rasgos mediante los cuales pueden apreciarse los efectos del inconsciente. Son rasgos que permitieron que Lacan, en un aforismo famoso, uniera el lenguaje y el inconsciente: «El inconsciente se estructura como un lenguaje.» Es el inconsciente, pues, el que perturba el discurso comunicativo, no por azar, sino con arreglo a una regularidad estructural determinada.
Basándose en la obra lingüística de Roman Jakobson, Lacan asoció las nociones freudianas de «condensación» y «desplazamiento» a los conceptos de «metáfora» y «metonimia» de Jakobson. De modo que la metáfora se define como la «sustitución de una palabra por otra», mientras que la metonimia es la «conexión entre una palabra y otra» (contigüidad). Este enfoque le permite a Lacan equiparar la «presencia» del inconsciente en el lenguaje con los efectos creados por la metáfora y la metonimia, del mismo modo que Freud, en La interpretación de los sueños, relaciona la evidencia del inconsciente en el ensueño con la actuación de la condensación y el desplazamiento.
Si el lenguaje, como parte privilegiada del orden simbólico, es esencial para la teoría psicoanalítica de Lacan, no es más que un elemento en la trilogía de órdenes que constituyen el sujeto en el psicoanálisis. Los otros dos órdenes son el imaginario y el real. Aunque el inconsciente descentra el sujeto porque introduce la división, en el plano de lo imaginario (es decir, en el discurso de la vida cotidiana) no se reconocen los efectos del inconsciente. En el plano de lo imaginario, el sujeto cree en la transparencia de lo simbólico; no reconoce la falta de realidad en él. Lo imaginario no es simplemente el lugar en el que se producen las imágenes o donde el sujeto se entrega a los placeres de la imaginación. Lo imaginario es el lugar donde el sujeto confunde (méconnait) el carácter de lo simbólico. Es decir, lo imaginario es el ámbito de la ilusión, pero de una «ilusión necesaria», como decía Durkheim de la religión.
Una formulación de lo real que ofrece Lacan es que está siempre «en su sitio». Lo real está siempre en su sitio porque sólo lo que falta (lo ausente) de su sitio puede simbolizarse y, por tanto, formalizarse. Lo simbólico sustituye a lo que falta de su sitio. El símbolo, palabra, etc., implica siempre la ausencia del objeto o referente. Lacan desarrolla este enfoque de lo real en su ensayo sobre el relato de Poe «La carta robada» (5).
Sin embargo, en el plano de la formación del sujeto individual como un ser sexuado, lo que falta es el falo de la madre. La historia es que el acceso del niño al lenguaje es paralelo a su separación de la madre. Antes de la separación existe una plenitud basada en la unión de madre e hijo. Después de ella, la madre se convierte en el primer objeto del niño, es decir, su primera experiencia de falta o ausencia. Por otro lado, para la madre, el niño sustituye al falo que no tiene: se siente satisfecha gracias a su estrecha relación con el hijo. Pero, si no hay separación, se inhibe la formación del lenguaje. El padre es el elemento que suele interferir en la relación entre madre e hijo, de modo que, al identificarse con él, el niño puede forjarse su propia identidad. En esta situación –cuyo carácter metafórico no debe olvidarse–, el lugar de la madre (y el lugar de lo femenino) tiende a ser el ámbito de lo real, mientras que el padre evoca lo simbólico y el niño puede captar lo imaginario desde su sitio. En un plano más preciso y concreto, la identidad del niño es el resultado de su adaptación a la diferencia sexual. Lo primero, en este último proceso, es el reconocimiento por parte del niño de que su madre no tiene un pene; ésa es, para ella, la marca imborrable de la diferencia. Lacan muestra que el pene tiene un carácter irreductiblemente simbólico, un carácter que indica hablando sólo del falo. El pene es real, pero el falo (simbólico) es el significante; de hecho, el falo, debido a su papel como representación de lo que está ausente (lo que falta), se convierte en el signifícante del significado.
Esta experiencia no se deriva simplemente del conocimiento (por parte del niño) de que la madre carece realmente de pene, sino también de la madre como intuición de la carencia potencial del propio niño en la castración. Por consiguiente, lo simbólico, a través del papel del falo como símbolo par excellence, enfrenta al sujeto con su propia vulnerabilidad y mortalidad.
En el sentido más general, lo simbólico es lo que otorga al mundo su significado y su ley, si no su orden. En los años 50, Lacan hablaba de que la ley se encarnaba en el «nombre del padre»: sería, pues, el orden simbólico ejemplificado en el «nombre del padre» que constituye la sociedad. O, más bien, es el nombre del padre –de acuerdo con la línea de Freud en Tótem y tabú– por lo que los hijos renuncian a su derecho de poseer a las mujeres de aquél. Para Lévi-Strauss, cuya obra interesaba enormemente a Lacan en la época, ése es el momento de institución de la ley contra el incesto.
Para numerosas autoras feministas, el principal resultado de la antropología freudiana de Lacan es un sistema patriarcal que valora la virilidad y, por tanto, a la mayoría de los hombres. Desde luego, Lacan no ha hecho más que reforzar esta opinión a ojos de muchas mujeres, con sus frases provocadoras como «la femme n'existe pas [la mujer no existe]» y «la femme n'est pas toute [la mujer no está completa]». La primera afirmación pretende indicar que no existe un estereotipo que capte la esencia femenina; en realidad, no existe la esencia de la feminidad. Y ésa es la razón de que la sexualidad sea siempre un juego de máscaras y disfraces. De modo que afirmar que «la mujer» no existe es decir que la diferencia sexual no puede contenerse en ninguna forma simbólica esencial, no puede representarse. La segunda declaración se basa en la idea de que la mujer no tiene pene, por lo que forma parte de la aparición de lo simbólico; el pene se convierte en el falo, que se convierte en el significante de la ausencia. Antes de apresurarse a decir que esta imagen de la mujer es negativa (que beneficia a los hombres), es necesario explicar que «el hombre» está tan poco dispuesto como muchas mujeres a aceptar esta figura de la mujer castrada. Debemos tener en cuenta la resistencia a la «realidad» del mito de la castración que aparece constantemente en la vida social. Dicha resistencia no está señalada en palabras o imágenes, sino precisamente en el rechazo a intentar simbolizar la sensación de pérdida creada por la castración. Con todo, la pregunta que aún debe plantearse –aunque no podemos responder aquí– es si esta «historia», que cuenta el psicoanalista, en parte para dar coherencia al psicoanálisis, acaba significando opresión para las mujeres como seres sociales. Otra pregunta podría ser: ¿Es necesario elegir entre una figura simbólica falsa de la mujer (como en la madre fálica) y una verdad inexpresable (la mujer como tal)?
Otra dimensión de la teoría de Lacan, especialmente obvia en los seminarios de la época más tardía, como Encore, es el intento de dar al psicoanálisis una base matemática. Así, si un significante sólo asume un significado en relación con otros significantes, puede simbolizarse con una «x». En otras palabras, un significante puro sería una letra en lenguaje matemático, en la medida en que ese significante es puramente formal. Lacan, fundándose en la obra de Jacques-Alain Miller, afirma que el inconsciente es también un significante puro de este tipo y, por ello, puede adoptar cualquier significado; es decir, está totalmente abierto al contexto en el que se halla. Éste es el sentido que Lacan da a la carta en su lectura del relato corto de Edgar Allan Poe «La carta robada». La carta (epístola) robada asume un significado según esté en posesión del rey, la reina o el ministro que la ha robado. Dado que el lector desconoce el contenido de la carta –porque no tiene un contenido esencial–, ésta empieza a parecerse a la letra como soporte material del lenguaje: una letra del alfabeto. En este sentido, el inconsciente se convierte en una forma de escritura exterior a todo objeto natutal. Como fórmula matemática, también puede enseñarse. Porque el inconsciente inexpresable es ahora el objeto = x. Durante los años 60 y primeros 70, las enseñanzas de Lacan acusaron la influencia de matemáticos como Frege, Russell, Gödel y Cantor. Se fue apartando, cada vez más, del modo retórico que había dominado sus enseñanzas en los años 50. A juicio de Roudinesco, «el recurso de Lacan a la formalización y las matemáticas fue un último intento de salvar a la psicología de sus raíces hipnóticas, pero también, en el otro extremo, de la escolarización, en una sociedad en la que la escuela tiende a reemplazar a la iglesia» (6).
Murió en París el 9 de setiembre de 1981.


NOTAS

  1. Elisabeth Roudinesco, Jacques Lacan and Co. A History of Psychoanalysis in France, 1925-1985, trad. de Jeffrey Mehlman, Chicago, University of Chicago Press, 1990, págs. 295-296.
  2. Véase, en particular, Jacques Lacan, «The subversion of the subject and the dialectic of desire in the Freudian unconscious», en Écrits: A Selection, trad. de Alan Sheridan, Londres, Tavistock, 1977, págs. 294-324.
  3. Véase Jacques Lacan, «The mirror stage as formative of the function of the I», en Écrits: A Selection, págs. 1-7.
  4. Lacan, Écrits: A Selection, pág. 65.
  5. Véase Jacques Lacan, «Seminar on "The Purloined Letter"», trad. de Jeffrey Mehlman en Yale French Studies (French Freud), 48 (1972), págs. 38-72.
  6. Roudinesco, Jacques Lacan and Co., pág. 561.


PRINCIPALES OBRAS DE LACAN

Écrits, París, Seuil, 1966.
Psicoanálisis, radiofonía y televisión (1973), Barcelona, Anagrama, 1983.
Le Séminaire (El Seminario):
   Livre XX, Encore, París, Seuil, 1973
   Livre II, Le moi dans la théorie de Freud et dans la technique de la psychanalyse, París,    Seuil, 1978.
   Livre VII, L'ethique de la psychanalyse, París, Seuil, 1986.
   Livre XVII, L'envers de la psychanalyse, París, Seuil, 1991.
   Livre VIII, Le transfert, París, Seuil, 1991.
   El seminario, vv. vols., Barcelona, Paidós, 1981.


OTRAS LECTURAS

FLOWER MacCANNELL, Juliet, Figuring Lacan: Criticism and the Cultural Unconscious, Londres y Sydney, Croom Helm, 1986.

MULLER, John P. y RICHARDSON, William J., Lacan: A Reader's Guide to Écrits, Nueva York, International Universities Press, 1982.

RAGLAND-SULLIVAN, Ellie, Jacques Lacan and tbe Philosophy of psychoanalysis, Urbana y Chicago, University of Illinois Press, 1986.

SCHNEIDERMAN, Stuart, Jacques Lacan: la muerte de un héroe intelectual, Barcelona, Gedisa, 1986.

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