Páginas

martes, 30 de octubre de 2012

Braudel, Fernand




Con su concepción de un tiempo plural –una concepción evocada, en parte, por la noción de longue durée (largo alcance o larga duración)–, Fernand Braudel, fundador de la versión de posguerra de la revista histórica Annales, atendió a la dimensión espacial de la historia. Abrir la historia al espacio es, en manos de Braudel, darle un aspecto estructural, una faceta que no está inmediatamente a disposición de la conciencia de los actores históricos. Si, para el historiador inglés R. G. Collingwood, la historia consiste en las acciones de los hombres en el pasado, Braudel añadió que la historia es además el resultado de los efectos lentos, a menudo imperceptibles, del espacio, el clima y la tecnología sobre las acciones de los seres humanos en el pasado. Por consiguiente, el contexto, humano y natural, afecta a las acciones tanto como las acciones afectan al contexto. Pero, más que esto, Braudel da un carácter temporal al espacio y a aspectos como el entorno natural: da carácter temporal a elementos que, en gran parte, se habían tratado como si fueran intemporales.
Braudel nació el 24 de agosto de 1902 en un pequeño pueblo francés de 250 habitantes, Luméville-en-Ornois. A los veinte años era agrégé en historia. Mientras enseñaba en una escuela secundaria de Argelia, entre 1923 y 1925, descubrió el Mediterráneo, el tema de su primera gran obra, y quizá la más conocida, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1). En 1925, Braudel completó su servicio militar en Renania y regresó a Argelia hasta 1932, mientras recogía, durante todo este tiempo, material para su doctorat d'état sobre el Mediterráneo. Entre 1932 y 1935 enseñó en los lycées parisinos de Pasteur, Condorcet y Henri IV, para aceptar después un nombramiento de tres años en la Universidad de Sao Paulo. El año que Braudel asumió el puesto –1935– fue el año en el que Lévi-Strauss llegaba a la misma universidad con el fin de iniciar su trabajo de campo para Las estructuras elementales del parentesco. De su experiencia con una cultura diferente, en Brasil, Braudel afirmaría más adelante que fue «el mejor periodo de su vida», un sentimiento repetido por otros fugitivos juveniles de la Francia metropolitana, como Dumézil en Estambul o Foucault en Uppsala.
En 1938, Braudel entró en la École des Hautes Études como profesor de filología de la historia. Al empezar la guerra, en 1939, fue llamado a filas y en 1940 fue hecho prisionero hasta el fin de las hostilidades. Durante su periodo de cautividad desarrolló el marco de su tesis doctoral, en especial la noción de los tres planos temporales. Su tesis sobre el Mediterráneo se publicó en 1949, año en el que fue elegido para el Collège de France tras la jubilación de Lucien Febvre. En 1947, con este último y Charles Morazé, Braudel fundó la famosa Sexta Sección de «Economía y ciencias sociales» en la École Pratique des Hautes Études. Se retiró en 1968 y en 1983 fue elegido miembro de la Academia Francesa. Murió en  Cluses, Francia, el 27 de noviembre de 1985.
Indudablemente, la mayor aportación individual hecha por Braudel a la literatura histórica y, más en general, a las ciencias sociales, es su teoría de la longue durée. Aunque al principio surgió de manera intuitiva, por su deseo de capturar el rico tapiz de un «mundo» que interactúa con otros en su historia monumental del Mediterráneo desde el siglo xvi hasta el xviii, la longue durée se hizo progresivamente más explícita a medida que Braudel y la escuela de historiadores de Annales alcanzaron su máxima influencia en los años 60 y 70. La longue durée posee un objetivo más global que la historia narrativa tradicional y hace hincapié en la diversidad de interacciones que constituyen una unidad de base amplia: «coyuntura y estructura», es el lema de Braudel. Como en respuesta a la noción de perspectivismo de Nietzsche, la de Braudel es una historia escrita simultáneamente desde muchas posiciones o perspectivas diferentes, no basada, intencionalmente o no, en una sola posición o un punto de vista único. Además, en lugar de intentar distinguir –normalmente en uno o más momentos determinados– entre grados de realidad, el objetivo es ahora, como con la historia de Foucault, «comprender cómo se articulan los modelos de práctica y las series de discursos» (2), y, podríamos añadir, entender las pautas de la naturaleza además de los modelos de actividad humana.
Antes del enfoque de Annales, afirma Braudel, la literatura histórica se centraba en la courte durée (corto alcance) o en lo que se conoce como histoire événmentielle (historia de los hechos). La historia política y diplomática ha sido el ejemplo fundamental de histoire événmentielle, aunque no tiene por qué serlo. Con esta historia tradicional y la fama que adquirió en el siglo xix, no sólo se convierte la historia en un cuadro, una cosificación en la que el observador queda fuera y la idea de historia como reconstrucción se elimina, sino que la teoría de que el problema de la historia está en el paisaje, «en la propia vida», se vuelve inaccesible (3). Para Braudel, en cambio, no existe la historia unilateral, igual que no hay individuos abstractos. Por el contrario, está siempre en movimiento un «espectáculo fugaz»: se teje una «red de problemas» hasta asumir «cien aspectos diferentes y contradictorios» (4).
Una gran dificultad de la historia centrada en el corto o medio plazo es que corre el peligro de convertirse en pura crónica y carecer de profundidad, porque asume la homogeneidad del tiempo y una singularidad de perspectiva. En su uso de la representación, la historia de los hechos de corto alcance tiende a utilizar un modo dramático junto con la parafernalia retórica que lo acompaña. Por ejemplo, una sociedad, o incluso toda una cultura, se ha enmarcado frecuentemente mediante una metáfora orgánica y biológica; igual que la persona, la sociedad nace, atraviesa un periodo de desarrollo y muere. La biografía pasa a ser el marco básico de análisis, al margen de la complejidad de la materia. Además, la lógica de causa y efecto acompaña la tendencia a ver los hechos aislados en un tiempo concreto, y no como parte de un complejo entramado de fuerzas que interactúan con arreglo a una pluralidad de momentos.
Por el contrario, la longue durée deriva de los «mil ritmos diferentes» del tiempo social. Puede incluir el tiempo de los cambios en el entorno que es, según explica Braudel, la historia más lenta. Tiende a ser de orientación estructural, porque deriva de la forma en que muchos sucesos –que pueden estar representados en series estadísticas– se organizan en distintos periodos de tiempo. Para el historiador de Annales, la estructura es una construcción que puede convertirse en prisión si no se reconoce la pluralidad radical de tiempos. Aceptar la longue durée implica la disposición de cambiar todo: desde las propias ideas hasta el estilo de escribir y presentarlas, hasta aceptar un tiempo que puede ser tan lento que se acerque «a lo inmóvil». Claramente, Braudel defiende, aunque no lo dice de forma tan explícita, una concepción de la historia radicalmente abierta, la historia como sistema abierto, donde cada subsistema, en la medida en que puede distinguirse, dependería de su entorno,
Para llevar a la práctica sus aspiraciones en relación con la literatura histórica, Braudel habló con energía en favor de un enfoque radicalmente interdisciplinario para las ciencias sociales. Disciplinas como la economía, la geografía, la antropología y la sociología debían intervenir en los problemas detectados por el historiador. Ninguna disciplina concreta posee el monopolio de la verdad sobre la existencia humana o natural; pero la lógica de sus presentaciones respectivas implica frecuentemente que cada una reclama el derecho a reivindicar que sólo ella puede explicar la naturaleza de la existencia. Braudel vio que era necesario movilizar a todas las ciencias sociales porque era esencial que una historia basada en la longue durée fuera realmente polifacética.
Si bien la obra de Braudel en tres volúmenes, Civilisation matérielle (Civilización material) (5), también ha captado la imaginación de especialistas y profanos, las verdaderas innovaciones de su trabajo histórico resultan evidentes, sobre todo, en su estudio sobre el Mediterráneo. Las innovaciones que Braudel aportó a la literatura histórica están ahí a la vista de todos.
En primer lugar, Braudel no desarrolla una historia narrativa, al menos no una historia narrativa de visión única como la que se había heredado del siglo xx. Para Braudel, no existe un centro que permita actualizar una sola narrativa. Lo que hay son múltiples perspectivas. Por consiguiente, al estudiar el mar Mediterráneo, Braudel se apresura a indicar que, para él, no existe un solo mar; hay muchos mares, una «vasta y compleja extensión» a la que se enfrentan los seres humanos. En el Mediterráneo se desarrolla la vida: la gente trabaja, pesca, entabla guerras y se ahoga en esos mares. El mar se entrega a las llanuras y las islas. La vida en las llanuras es variada y compleja; el sur, más pobre, sufre los efectos de la diversidad religiosa (catolicismo e Islam) e intrusiones –tanto culturales como económicas– del norte, más rico. En otras palabras, el Mediterráneo no puede entenderse independientemente de lo que resulta exterior a él. Toda adhesión rígida a los límites es una forma de falsear la situación.  Equivale a ofrecer una «filosofía de la historia» en lugar de escribir la historia propiamente dicha (6). La grandeza del estudio de Braudel, pues, consiste en que ofrece un claro conocimiento de los efectos de la categorización dogmática y la construcción de identidades problemáticas. En este sentido, Braudel es, con toda seguridad, el primer historiador auténticamente postmoderno.
Braudel amplía la dimensión del Mediterráneo, de ser una individualidad estereotípica con un carácter determinado (clima cálido y casas encaladas), a ser un mundo; es decir, a ser una pluralidad de subsistemas que interactúan entre sí, que penetran unos en otros. El imperio otomano musulmán está inextricablemente ligado al Mediterráneo; la vida católica en las mesetas y colinas se entreteje con la vida musulmana en las montañas; la vida nómada está vinculada a la existencia sedentaria. Es decir, el espacio se contempla como la intersección de toda clase de agrupamientos espaciales.
Tres planos temporales organizan la historia del Mediterráneo de Braudel. El primer nivel es el del medio ambiente. Implica un cambio lento, casi imperceptible, un sentido de la repetición y los ciclos. La transformación puede ser lenta, pero hay transformación. Ése es el argumento de Braudel. Se trata, pues, de un tiempo geográfico. El segundo plano temporal es el de la historia social y cultural. Es el tiempo de grupos y agrupaciones, imperios y civilizaciones. En este plano, el cambio es mucho más rápido que en el del entorno; sin embargo, en ocasiones puede haber un plazo de dos o tres siglos para poder estudiar un conjunto específico de fenómenos, como el ascenso y la caída de varias aristocracias. El tercer plano temporal es el de los hechos (histoire événmentielle). Es –o puede ser– la historia de los individuos. Para Braudel, éste es el tiempo de las superficies y los efectos engañosos. Es el tiempo de la courte durée propiamente dicho, y un ejemplo es la Parte 3 de El Mediterráneo, que se ocupa de «hechos, política y personas». Además, existe probablemente un cuarto plano temporal: el tiempo del momento, o coyuntura, en el que una situación específica –la entrada de los ingleses en el Mediterráneo durante el siglo xvi, y sus consecuencias– se estudia desde varios ángulos. La coyuntura se abre hacia el tiempo social y geográfico. De hecho, el desacuerdo de Braudel con la sociología consistía en que, a su juicio, ésta dedicaba una atención excesiva al tiempo individual, el tiempo de la coyuntura, sin tener en consideración el tiempo de la longue durée. Como consecuencia, la sociología corría el riesgo de trazar una imagen superficial de la humanidad,
El Mediterráneo, explica Braudel, es un conjunto de mares. Pero es también el desierto y las montañas. Si el desierto puede suponer una forma nómada de organización social en la que toda la comunidad se mueve, la vida en la montaña es sedentaria. Sin embargo, antes de poder establecer una norma rápida y estricta, es preciso tener en cuenta un tercer tipo de organización social basado en la trashumancia. La trashumancia (el movimiento de la montaña a la llanura, o viceversa, en una estación concreta) parece ser una combinación de existencia nómada y sedentaria. Braudel se esfuerza enormemente, como en otros momentos, para demostrar que una adhesión rígida a límites muy precisos en esta materia es insostenible.
Desde otro punto de vista, Braudel utiliza el motivo de la nieve para demostrar cómo un aspecto del clima de montaña se entrelaza con la vida de aldea en el borde del mar. La nieve que se lleva desde las montañas en Italia es el origen de la creación de los helados en las ciudades durante el calor del verano.
Toca prácticamente todas las facetas de la existencia. La marina y su tecnología; la economía en toda su diversidad, incluyendo la fuerza labotal, el dinero, los precios, los salarios, el comercio, la guerra, las clases, la delincuencia y el crimen; el transporte y las comunicaciones. Todo ello constituye un rico tejido con la parte sumergida en el todo, pero en el que la unidad del conjunto no es un sistema cerrado individual sino la unidad de una diversidad. El Mediterráneo se convierte en una red compleja, un fascinante abanico de encrucijadas e intersecciones de todo tipo. Más importante, para captar todo el significado del proyecto de Braudel, es necesario comprender que cada subsistema se mueve con arreglo a su propio ritmo. Una forma de definir lo que Braudel ha puesto de manifiesto es una red rítmica.  Como él afirma,

La ciencia, la tecnología, las instituciones políticas, los cambios conceptuales, las civilizaciones (para regresar a esa palabra tan útil), poseen sus propios ritmos de vida y crecimiento, y la nueva historia de las coyunturas sólo estará completa cuando haya formado toda una orquesta con todos estos elementos (7).

En lugar de rehuir la complicación e intentar un método único y monográfico en el que las variables estén más o menos controladas, Braudel y la escuela de Annales adoptan la complejidad. Así, en vez de abandonar la categoría de «civilización» porque abarca un campo demasiado amplio para captarlo en su conjunto, Braudel le otorga una posición prioritaria en sus escritos históricos. La noción de «mundo» también es fundamental en el enfoque braudeliano.
Como era de esperar, ha habido objeciones a Braudel y su escuela. Del lado de los marxistas ha surgido la afirmación de que su trabajo es, en realidad, un solo punto de vista sobre el material que analiza, le guste o no a Braudel. La elección de la materia y la manera de tratarla son inevitables. Otros han asegurado que existe una tensión más o menos irresoluble, en su trabajo de historiador, entre una orientación hacia el problema –en la que participaría el mayor número posible de ciencias sociales– y el deseo de captar la imagen global. Otros han declarado que el uso extendido de series de datos estadísticos para revelar tendencias a largo plazo en todo, desde cambios climáticos hasta transformaciones en los hábitos alimenticios, convierte a los seres humanos en objetos cosificados y, por tanto, les arrebata su libertad.
Sean o no válidos estos argumentos, es difícil ver cómo una mayor tendencia a centrarse en las relaciones, unida a la obligación de que nunca deba escogerse un tipo de historia para excluir todos los demás (siempre hay que estar abiertos a nuevos tipos de historia), puede dejar de ser un punto de partida productivo para cualquier historia digna de tal nombre.


NOTAS

1. Fernand Braudel, The Mediterranean and the Mediterranean World in the Age of Philip II, 2 vols., trad. de Siân Reynolds, Glasgow, William Collins, 1972, vol. 1, 1973.  Vol. II, Fontana/Collins, 1975.
2. Roger Chartier, Cultural History. Between Practices and Representations, trad. de Lydia G. Cochrane, Cambridge, Polity Press, 1988, pág. 61.
3. Fernand Braudel, On History, trad. de Sarah Matthews, Chicago, University of Chicago Press, 1980, pág. 9.
4. Ibíd., pág. 10.
5. Fernand Braudel, Civilisation matérielle, économie et capitalisme (XV-XVIII siècles), 3 vols., París, Armand Colin, 1980.
6. Braudel, The Mediterranean, vol. 1, pág. 18.
7. Ibíd., pág. 30.



PRINCIPALES OBRAS DE BRAUDEL

El Mediterráneo (1949), Madrid, Espasa-Calpe, 1988.
Escritos sobre la historia (1969), Madrid, Alianza, 1991.
Civilización material, economía y materialismo (1980), 3 vols., Madrid, Alianza, 1984.
L'Ere industrielle et la société d'aujour-d'hui: le siècle 1880-1980, 3 vols., París, PUF, 1982.
Las civilizaciones actuales, Madrid, Tecnos, 1983.
La dinámica del capitalismo, Madrid, Alianza, 1985.
La identidad de Francia, Barcelona, Gedisa, 1993.
La historia y las ciencias sociales, Madrid, Alianza, 1994.
Una lección de historia, Barcelona, Mondadori, 1994.



OTRAS LECTURAS

BINTLIFF, John (ed.), Annales School and Archaeology, Leicester, Leicester University Press, 1991.

KNAPP, A.  Bernard (ed.), Archaeology, Annales and Ethnohistory, Cambridge, Cambridge University Press, 1992.

BURKE, Peter, La revolución historiográfica francesa, Barcelona, Gedisa, 1984.



Saussure, Ferdinand de




Hasta 1960, pocas personas habían oído el nombre de Ferdinand de Saussure, dentro o fuera de los círculos académicos. Pero, a partir de 1968, la vida intelectual europea se llenó de referencias al padre de la lingüística y el estructuralismo. Que Saussure fue tanto un catalizador como un innovador intelectual se confirma porque la obra por la que es actualmente famoso fuera del campo de la lingüística –el Curso de língüística general– se recopiló a partir de tres series de apuntes de alumnos durante los años en los que impartió este curso en la Universidad de Ginebra, en 1907, 1908-1909 y 1910-1911. Da que pensar el hecho de que Saussure, lingüista y, para la comunidad académica más amplia y el público general, un oscuro especialista en sánscrito y lenguas indoeuropeas, se conviertiera en la fuente de innovación intelectual para las ciencias sociales y las humanidades. Indica que había ocurrido algo extraordinario en la historia del siglo xx, que un nuevo modelo de lenguaje basado en el método estructural de Saussure estaba apareciendo para convertirse en el modelo de teorización de la vida social y cultural. La teoría saussuriana tiene su base en la historia de la lingüística y sus repercusiones se extienden a todas las ciencias sociales. De modo que debemos examinar estos aspectos.
Saussure nació en Ginebra el 26 de noviembre de 1857, en el seno de una de las familias más conocidas de la ciudad, famosa por sus triunfos científicos. Fue contemporáneo directo de Émile Durkheim y Sigmund Freud, aunque hay pocas pruebas de que entrara jamás en contacto con ninguno de ellos. Tras un año insatisfactorio de estudios de física y química en la Universidad de Ginebra, en 1875, Saussure fue a la Universidad de Leipzig a estudiar lenguas. Después de dieciocho meses de estudiar sánscrito en Berlín, publicó, a los veintiún años, su aclamada mémoire, titulada Mémoire sur le système primitif des voyelles dans les langues indoeuropéennes (Memoria sobre el sistema primitivo de vocales en las lenguas indoeuropeas). Cincuenta años después de la muerte de Saussure, (ocurrida en Ginebra  el 22 de febrero de 1913) el famoso lingüista francés Émile Benveniste afirmaría, a propósito de esta obra, que fue un presagio de toda la investigación futura de Saussure sobre la naturaleza del lenguaje, inspirada por la teoría del carácter arbitrario del signo.
En 1880, después de defender su tesis sobre el caso genitivo absoluto en sánscrito, Saussure se trasladó a París, y en 1881, a los veinticuatro años, fue nombrado lector de alto alemán gótico y antiguo en la École Pratique des Hautes Études. Durante algo más de un decenio, Saussure enseñó en París, hasta que le nombraron profesor de sánscrito y lenguas indoeuropeas en la Universidad de Ginebra.
A pesar de la aclamación de sus colegas y de su dedicación al estudio del lenguaje, las publicaciones de Saussure empezaron a disminuir con el paso de los años. Según explicó, estaba insatisfecho con el carácter de la lingüística como disciplina –su falta de reflexión, su terminología (1)–, pero se sentía incapaz de escribir un libro que renovara dicha disciplina y le permitiera continuar con su trabajo de filología.
La obra tan famosa actualmente, Curso de lingüística general, compuesta por las notas de varios cursos de Saussure y los apuntes de sus alumnos, podría considerarse quizá un cumplimiento parcial de su opinión de que era necesario reexaminar el lenguaje en sí para trasladar la lingüística a una base más firme.
Dentro de la historia de la lingüística suele considerarse que el enfoque de Saussure, patente en el Curso, opuso dos influyentes opiniones contemporáneas sobre el lenguaje. La primera era la establecida en 1660 por la Grammaire de Port-Royal, de Lancelot y Arnauld, en la que se cree que el lenguaje es un reflejo de las ideas y se basa en una lógica universal. Para los gramáticos de Port-Royal, el lenguaje es fundamentalmente racional. La segunda opinión es la de la lingüística del siglo xix, en la que se pensaba que la historia de una lengua concreta explicaba el estado actual de dicha lengua. En este último caso, se creía que el sánscrito, el idioma sagrado de la antigua India, considerado el más antiguo de todos, era además el vínculo que conectaba a todas las lenguas, de modo que, en definitiva, el lenguaje y su historia se hacían uno. La tesis neogramática (así se llamó el movimiento) de Franz Bopp sobre el sistema de conjugaciones del sánscrito en comparación con otras lenguas (Über das Konjugations-system der Sanskritsprache (El sistema de conjugaciones de la lengua sánscrita) inició la lingüística histórica, y las primeras enseñanzas e investigaciones de Saussure no contradijeron la postura neogramática sobre la importancia esencial de la historia para entender la naturaleza del lenguaje. Sin embargo, el aspecto de la Mémoire que destacó Benveniste en el quincuagésimo aniversario de la muerte de Saussure –el papel de la arbitrariedad en la lengua– se siente con enorme fuerza en el Curso.
El enfoque histórico de la lengua y, en menor medida, el enfoque racionalista, suponen que el lenguaje es esencialmente el proceso de nombrar –asociar palabras a cosas, sean éstas, o no, imaginarias– y que existe cierto vínculo intrínseco entre el nombre y su objeto. Se creía que era posible determinar históricamente –o incluso prehistóricamente– por qué un nombre determinado llegaba a asociarse a un objeto o idea particular. Cuanto más nos remontábamos en la historia, más cerca estábamos, presuntamente, de llegar a la coincidencia entre nombre y objeto. Como decía Saussure, esta perspectiva supone que el lenguaje es, sobre todo, una nomenclatura: una colección de nombres para objetos e ideas.
¿Cuáles son, pues, los elementos clave de la teoría de Saussure, tal como se manifiestan en el Curso? Para empezar, Saussure traslada el centro de atención de la historia de la lengua, en general, al examen de la configuración actual de una lengua natural concreta, como el inglés o el francés. Con ello, la historia de la lengua se convierte en una historia de las lenguas, sin que haya un vínculo a priori entre ellas, como habían supuesto los lingüistas del siglo xix.
Centrarse en la configuración actual de (una) lengua es, automáticamente, centrarse en la relación entre los elementos de esa lengua, no en su valor intrínseco. La lengua, afirma Saussure, está siempre organizada de una manera concreta. Es un sistema, o una estructura, en la que ningún elemento tiene significado fuera de sus límites. En un fragmento muy enérgico e insistente del Curso, Saussure explica: «En el lenguaje [lengua] no hay más que diferencias. Aún más importante: una diferencia, en general, implica unos términos positivos entre los que se establece la diferencia; pero en el lenguaje existen sólo diferencias sin términos positivos» (2). Lo importante no es sólo que el valor o el significado se establezca a través de la relación entre un término y otro en el sistema de la lengua –de modo que, en el ejemplo usado por Saussure, se puede escribir «t» de diversas formas y entenderse siempre–, sino que los propios términos del sistema son producto de esa diferencia: no existen términos positivos anteriores al sistema. Ello quiere decir que una lengua existe como una especie de totalidad, o no existe en absoluto. Saussure emplea la imagen del juego de ajedrez para ilustrar el carácter diferencial del lenguaje. Porque, en el ajedrez, no sólo ocurre que la configuración actual de las piezas sobre el tablero es lo único que interesa al recién llegado (no sirve para nada saber cómo han llegado las piezas a esa colocación), sino que éstas podrían sustituirse por cualquier tipo de objetos (un botón podría reemplazar al rey, etc.), porque lo que constituye la viabilidad del juego es la relación diferencial entre las piezas y no su valor intrínseco. Concebir el lenguaje como un juego de ajedrez, en el que la posición de las piezas en un momento concreto es lo que cuenta, es verlo desde una perspectiva sincrónica. Por el contrario, dar prioridad al enfoque histórico –como hacía el siglo xix– es juzgar el lenguaje desde una perspectiva diacrónica. En el Curso, Saussure prefiere el aspecto sincrónico sobre el diacrónico porque ofrece una imagen más clara de los factores presentes en cualquier estado de la lengua.
Otro principio que tiene la misma importancia para captar la peculiaridad de la teoría de Saussure es el de que el lenguaje es un sistema de signos, y cada signo se compone de dos partes: un significante (signifiant) (palabra o pauta de sonido) y un significado (signifié) (concepto). A diferencia de la tradición en la que se educó, pues, Saussure no acepta que el vínculo esencial dentro del lenguaje sea el que existe entre la palabra y el objeto. Por el contrario, el concepto de signo de Saussure indica la relativa autonomía del lenguaje en relación con la realidad. Más fundamental aún es que Saussure enuncia lo que se ha convertido, para el público moderno, en el principio más influyente de su teoría lingüística: que la relación entre el significante y el significado es arbitraria. Partiendo de este principio, ya no se supone que la etimología y la filología revelen la estructura básica del lenguaje, sino que la mejor forma de captarla es entender cómo cambian los estados del lenguaje (es decir, las configuraciones o totalidades lingüísticas concretas). La postura «nomenclaturista» pasa a ser, así, una base totalmente insuficiente para la lingüística.
Quizá los términos que han provocado más dificultades conceptuales y atraído más críticas en relación con la teoría de Saussure son langue (el lenguaje natural particular, concebido como estructura o sistema) y parole (actos de habla individuales, o actos de lenguaje como proceso). Este par conceptual introduce la distinción entre el lenguaje que existe como una estructura más o menos coherente de diferencias y el lenguaje tal como lo practica la comunidad de hablantes. Aunque Saussure afirmó en el Curso que la estructura lingüística específica es distinta del habla y que la base del lenguaje, como hecho social, debe captarse exclusivamente en el plano de la estructura, también es cierto que nada entra en el ámbito de la estructura lingüística sin hacerse antes manifiesto en actos de habla individuales. Más importante, el grado de totalidad de la estructura sólo puede saberse con certeza si se conocen también todos los actos de habla. En este sentido, el ámbito de la estructura es siempre, para Saussure, más hipotético que el ámbito del habla. Sin embargo, todo depende de que se examine el habla desde un punto de vista individual y psicológico o centrándose en toda la comunidad de hablantes. En el primer caso, una cosa es concebir el lenguaje a través del habla del individuo como individuo; otra muy distinta es verlo a través de los actos de habla de toda la comunidad. El argumento de Saussure es que el lenguaje es fundamentalmente una institución social y que, por tanto, el enfoque individual resulta insuficiente para el lingüista.
El lenguaje está siempre cambiando. Pero no cambia a petición de los individuos; cambia con el tiempo independientemente de las voluntades de los hablantes. Desde una óptica saussuriana, el lenguaje forma a los individuos tanto como éstos forman el lenguaje, y el problema es si esta concepción podría tener repercusiones en otras disciplinas de las ciencias sociales. De hecho, así lo vieron los teóricos incluidos en la rúbrica del «estructuralismo» durante los años 60.
Con la aparición del modelo saussuriano en las ciencias humanas, el investigador trasladó su atención del hecho de documentar sucesos históricos o registrar los hechos de la conducta humana hacia el concepto de acción humana como sistema de significado. Ello fue consecuencia de subrayar, a un nivel social más amplio, el carácter arbitrario del signo y la idea correspondiente del lenguaje como sistema de convenios. Si bien, hasta entonces, se había llevado a cabo la búsqueda de hechos intrínsecos y sus efectos (por ejemplo, cuando el historiador suponía que los seres humanos necesitan alimentos para sobrevivir, del mismo modo que necesitan el lenguaje para comunicarse entre sí y, por consiguiente, los hechos se desarrollaron de esta manera), ahora el objeto de estudio pasa a ser el sistema sociocultural en un momento concreto de la historia. Se trata de un sistema dentro del cual está también inscrito el investigador, igual que el lingüista está comprendido en el lenguaje. De modo que el hecho de ser más reflexivo pasa a tener un interés esencial.
Para muchos autores, como el antropólogo Claude Lévi-Strauss, el sociólogo Pierre Bourdieu o el psicoanalista Jacques Lacan, como para Roland Barthes en la crítica literaria y la semiótica, las hipótesis de Saussure prepararon el camino inicial para un enfoque más riguroso y sistemático de las ciencias humanas, un método que intentase tomar verdaderamente en serio la prioridad del terreno sociocultural para los seres humanos. Igual que Saussure había destacado la importancia de no estudiar los actos de habla separados del sistema de convenios que les dan su vigencia. El foco del estudio es la sociedad o la cultura en un estado de desarrollo determinado, y no las acciones humanas particulares, pasadas ni presentes. Si la generación anterior (la generación de Sartre) había intentado descubrir la base natural (intrínseca) de la sociedad humana en la historia –del mismo modo que los lingüistas del siglo xix habían intentado revelar los elementos naturales del lenguaje–, los esfuerzos de la generación estructuralista se dirigieron a mostrar que las relaciones diferenciales de los elementos en el sistema –que podría ser una serie de textos, un sistema de parentesco o el medio de la fotografía de moda– producían un significado, o significados, y, por tanto, debían «leerse» e interpretarse. En otras palabras, se piensa que el estudio de la vida sociocultural implica descifrar los signos centrándose en su valor diferencial, no en su valor sustancial putativo (con frecuencia equiparado a «natural»), y prestando atención al plano sintomático de la significación, además del nivel explícito.
Así, pues, la estructura, inspirándose en la teoría del lenguaje de Saussure, puede referirse al «valor» de los elementos en un sistema, o contexto, y no sólo a su existencia física o natural. Ahora se comprende que la existencia física de una entidad es más compleja debido a las influencias del medio lingüístico y cultural. La estructura nos recuerda que ninguna cosa social o cultural (incluyendo, por supuesto, lo individual) existe como un elemento «positivo» y esencial aislado de todos los demás elementos. Este enfoque es el contrario del adoptado en la filosofía política de los siglos xviii y xix, donde se situaba al individuo biológico en el origen de la vida social. Y, del mismo modo que esta filosofía no creía que existiese ninguna sociedad antes que el individuo, también negaba la relativa autonomía del lenguaje.
Seguramente la principal objeción que puede hacerse a la traducción del énfasis de Saussure sobre la estructura al estudio de la vida social y cultural es que no deja espacio suficiente para la práctica y la autonomía individual. El hecho de concebir la libertad humana como un producto de la vida social, en vez de su origen o causa, ha causado que varios observadores consideren este enfoque muy limitado. Una consecuencia de la estructura sería la tendencia conservadora que niega la posibilidad de cambio. Aunque éste sigue siendo un problema sin resolver, quizá es importante admitir la diferencia entre la libertad del individuo hipotético (cuya mera existencia social equivaldría a limitar la libertad) y una sociedad de individuos libres, en la que la libertad sería resultado de la vida social entendida como una estructura de diferencias. O podríamos decir, más bien, que quizá los investigadores deberían empezar a explorar la idea de que, para parafrasear a Saussure, la sociedad es un sistema de libertades sin términos positivos. En esta interpretación, no existiría ninguna libertad esencial o sustancial, ninguna libertad encarnada en el individuo en estado natural.



NOTAS

1. Cfr. «Cada vez soy más consciente de la inmensa cantidad de trabajo que requiere mostrar al lingüista lo que está haciendo... la total insuficiencia de la terminología actual, la necesidad de reformarla y, para ello, demostrar qué tipo de objeto es el lenguaje, disminuyen continuamente mi placer en la filología», Ferdinand de Saussure, carta del 4 de enero de 1894, en «Lettres de F. de Saussure à Antoine Meillet», Cahiers Ferdinand de Saussure, 21 (1964), pág. 95, citado en Jonathan Culler, Ferdinand de Saussure, Ithaca, Nueva York, Cornell University Press, 1986, pág. 24.
2. Ferdinand de Saussure, Cours de linguistique générale, ed. de Tullio de Mauro, París, Payot, 1976, pág. 166. Ed. inglesa, Course in General Linguistics, trad. de Wade Baskin, Glasgow, Fontana/Collins, 1974, pág. 120.



PRINCIPALES OBRAS DE SAUSSURE

Cours de linguistique générale, ed. crítica de Tullio de Mauro, París, Payot, 1976.
Cours de linguistique générale, 2 vols., ed, crítica de Rudolf Engler, Wiesbaden, O. Harrassowitz, 1967-1974.
Curso de lingüística general, Madrid, Alianza, 1994.



OTRAS LECTURAS

BENVENISTE, Émile, «Saussure after half a century», en Problems in General Linguistics, trad. de Mary E. Meck, Miami Linguistics Series núm. 8, Coral Gables, Florida, University of Miami Press, 1971, págs. 29-40.

CULLER, Jonathan, Ferdinand de Saussure, Ithaca, Nueva York, Cornell University Press, 1986.

GADET, Françoise, Saussure and Contemporary Culture, trad. de George Elliott, Londres, Hutchinson Radius, 1989.

HARRIS, Roy, Reading Saussure: A Critical Commentary on the Cours de linguistique générale, Londres, Duckworth, 1987.

HOLDCROFT, David, Saussure: Signs, System and Arbitrariness, Cambridge, Cambridge University Press, 1991.




Laclau, Ernesto


 
Junto a Alain Touraine, Ernesto Laclau –sobre todo en el libro que escribió con Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista: hacia la radicalización de la democracia (1985) (1)– se encuentra en la vanguardia de la teoría política y social dirigida a reanimar la acción política. Mediante el recurso a los conceptos de contingencia, antagonismo y hegemonía, Laclau afirma que ninguna estructura social está totalmente cerrada; por el contrario, la dislocación es su rasgo esencial, la característica que abre paso a la acción socialmente transformadora. Como Touraine, Laclau ofrece un enfoque optimista y esperanzado de la política, precisamente cuando la desesperación postmoderna parecía haber dejado a muchos ahogados en una sensación de impotencia. Aunque Laclau está de acuerdo en que a todo el mundo le afecta la estructura de relaciones sociales –hasta el punto de que estamos parcialmente determinados por ellas–, al mismo tiempo, ninguna identidad está completamente determinada; existe cierto espacio para la autonomía, aunque se constituya mediante la dislocación. Las identidades se forman en la vida social a través de la actividad políticamente eficaz que articula y, por tanto, vincula diversos antagonismos sociales. Laclau denomina a esta actividad «hegemonía». En el plano de la sociedad, podría decirse que la hegemonía es la identidad provisional de la estructura social.
Ernesto Laclau nació en Buenos Aires, Argentina el 6 de octubre de 1935. Falleció en Sevilla, España, el 13 de abril de 2014. Estudió en las universidades de Buenos Aires y Oxford. Entre 1973 y el año de su muerte enseñó en el Departamento de gobierno de la Universidad de Essex. En 1971, Laclau adquirió fama en los círculos marxistas cuando publicó una crítica devastadora de la obra de Gunder Frank en un artículo titulado «Feudalismo y capitalismo en América Latina» (2). En este ensayo, Laclau demuestra la pobreza analítica de las teorías existentes (especialmente la de Frank) que reducen el capitalismo a una concepción (decimonónica) del mercado. Esta concepción, subraya Laclau, resulta especialmente inadecuada para captar la peculiaridad de las sociedades latinoamericanas, sociedades capitalistas en las que la cultura y la ideología son tan importantes como el mercado.
En su obra más conocida, escrita en colaboración con Chantal Mouffe, Laclau procede, en primer lugar, a un análisis crítico de la herencia marxista, especialmente un análisis de la identidad y la condición epistemológica de la clase obrera o proletariado en el marxismo. En éste, todo lo relativo al cambio social, económico y cultural había consistido en entender cómo el proletariado, como clase oprimida bajo el capitalismo, podía adquirir conciencia de dicha opresión y, con ello, provocar la transición del capitalismo al socialismo. Varios pensadores, como Karl Kautsky, habían interpretado el marxismo como la teoría de la inevitabilidad histórica del socialismo generado por las leyes de la historia que había descubierto y formulado la «ciencia» del marxismo. Para esta lectura tan dogmática, la base económica –o infraestructura– de la sociedad determina el papel del proletariado en la historia, sea o no consciente de ello. Del mismo modo que las formaciones económicas precapitalistas dieron paso inevitablemente al capitalismo, éste dejará paso inevitablemente al socialismo, al margen de las desigualdades de desarrollo y las peculiaridades nacionales.
Por supuesto, estas ideas, típicas del marxismo de la Segunda Internacional, tuvieron sus críticos y detractores. Varias corrientes del marxismo reformista (caracterizado por el Partido Laborista británico), revisionista (por ejemplo, Bernstein) o el sindicalismo revolucionario (tipificado en Sorel) intentaron dar más peso a los factores ideológicos o superestructurales en la plasmación del cambio social. Después, en los años 20, Gramsci revisaría la relación entre «base y superestructura» y atribuiría un papel determinado a los intelectuales a la hora de producir el cambio histórico. Pese a ello, Laclau demuestra que el marxismo clásico es determinista y esencialista. No sólo porque otorga prioridad a la economía –«en última instancia», como había hecho Althusser–, sino porque sitúa a la clase obrera en el origen del cambio bajo el capitalismo. Sea economicista o culturalista, el marxismo es siempre esencialista, porque «los intelectuales socialistas leen en la clase obrera su destino objetivo» (3) y, por tanto, le conceden un carácter ontológico.
Si el marxismo clásico es determinista y esencialista, se necesita un nuevo marco teórico que pueda explicar los aspectos potencialmente liberadores de la relativa fluidez o «falta de fijeza», que «se ha convertido en el requisito de toda identidad social». Cualquier teoría productiva debe partir de la posición de que no existe ningún vínculo forzoso entre el socialismo y unos agentes sociales concretos (como la clase obrera), que no hay un punto privilegiado (como la marginalidad) del que pueda derivar una política progresista, y que todo depende de la forma de concebir la relación entre las diferentes relaciones entre sujetos. La sociedad no debe ya considerarse un conjunto unido por leyes necesarias.
Aunque rechaza el aspecto determinista de la concepción económica de Althusser, como algo que está determinado «en última instancia», no ocurre lo mismo con el concepto de «superdeterminación» que Althusser tomó prestado de Freud. La superdeterminación dará forma simbólica a la noción de identidad; se considera que la identidad se origina en múltiples fuentes, y ello le da su fluidez. La superdeterminación y lo simbólico implican que el sujeto se constituye dentro de una pluralidad de discursos. Aunque, para Laclau y Mouffe, ello significa que dentro del contexto de las relaciones sociales no hay ninguna entidad que no posea un carácter simbólico o discursivo, la realidad no puede reducirse a un discurso. Dentro del ámbito de las relaciones sociales, no existe diferencia entre las prácticas discursivas y no discursivas. Tanto si se puede lograr acuerdo como si no, sobre esta cuestión epistemológica, el objetivo de los autores de Hegemonía y estrategia socialista es ir más allá de la visión esencialista y homogeneizadora de la política y la sociedad. Es el esencialismo, afirman, el que ha llevado al fundamentalismo y los regímenes totalitarios del nazismo y el comunismo.
Pero, más en concreto, es importante saber como surge una identidad en el nuevo marco esbozado por Laclau y Mouffe. ¿Qué es, en efecto, un sujeto o una identidad? La respuesta más breve es que, aunque la identidad no está fija, en el sentido de que no es reducible al individuo autónomo encerrado en sí mismo, tampoco es equivalente a la estructura social. Una identidad no es ni fija ni totalmente fluida. Es el resultado de una tensión contradictoria entre la necesidad (la estructura social) y la contingencia (la autonomía individual). La relación entre identidades constituye la base de los antagonismos sociales. No existe una razón subyacente para esos antagonismos; ésa es la tesis esencial de Hegemonía y estrategia socialista. No obstante, los antagonismos son inevitables precisamente porque las identidades (incluyendo la de la estructura social) no pueden ser nunca totalmente fijas. La hegemonía es la fijeza provisional de unas identidades en relación con otras en el contexto de los antagonismos sociales.
En su libro posterior, Laclau desarrolla estos argumentos y afirma que una identidad totalmente autodeterminada equivaldría a la autonomía total (4). Si así fuera, la cuestión de la autonomía individual sería redundante. Sólo el hecho de que la identidad está parcialmente determinada y parcialmente fluida la convierte en una cuestión política permanente. Por otro lado, si el sujeto no fuera más que lo que la estructura social determine, sería lo mismo que la estructura, tal como tendía a suponer el marxismo clásico. La identidad se constituye en un sistema de relaciones –es, según Saussure, relacional–, pero no puede reducirse a esas relaciones. La identidad es relacional y autónoma al mismo tiempo. En realidad, es el resultado de la dislocación derivada de ello.
Este modo de teorizar la identidad posee un carácter ejemplar en el pensamiento de Laclau. Una vez que se ha comprendido, puede iluminar sus ideas sobre toda una gama de problemas.  Por tanto, la estructura social no está completa jamás; nunca es totalmente idéntica a sí misma y siempre está sujeta a la dislocación. Si fuera una totalidad idéntica a sí misma, sería un sistema cerrado en el que los elementos de la estructura (por ejemplo, los individuos) serían idénticos a la propia estructura. Igualmente, la hegemonía es una serie tanto contingente como necesaria de relaciones entre identidades. La hegemonía –como el término democracia– es un ejemplo de significante flotante en el que el significado es, al mismo tiempo, contextual e independiente de todo contexto específico. La estructura social es «inefable» y determinada. De hecho, es el carácter inefable de la estructura social el que produce los antagonismos, el elemento clave en la política de Laclau. Los antagonismos constituyen la base de la política y ésta es lo que mantiene abierta la estructura social. Todo acto político (un ejemplar de contingencia) se produce sólo en relación con una serie de prácticas «sedimentadas». Éstas son el elemento de necesidad sin el cual la vida social se desharía en pura contingencia, es decir, en indeterminación. La política cambia las prácticas sociales, pero para que haya una política debe haber también prácticas sedimentadas y relativamente inmutables, legadas por la historia o la tradición. Los antagonismos se convierten en una práctica de descentralización; pero la descentralización sólo es posible a través de unos centros que se forman porque la estructura no está nunca por completo en equilibrio. Los centros se forman a través de los antagonismos y la dislocación de lo estructural. Por último, la representación no podría ser totalmente transparente porque ello provocaría la desaparición de la propia relación de representación. En otras palabras, para que la representación logre sacar a la vista lo representado, es preciso que asuma cierta opacidad.
Como se ha advertido con frecuencia, este estilo de pensamiento está en deuda con la tendencia antimetafísica y antiesencialista que se observa en la filosofía de Derrida. En su esfuerzo para superar un pensamiento que queda fácilmente atrapado en uno u otro de los extremos de una oposición (a veces estéril) debida a la rígida adhesión a la ley de la contradicción, Derrida busca la «impureza». Defiende una lógica basada, simultáneamente, en el uno y el otro. Sin embargo, este enfoque ha obtenido la reputación der ser «apolítico». A este respecto, lo más asombroso del pensamiento de Laclau es que convierte las intuiciones de Derrida en la base para que lo político pueda reivindicar definitivamente sus derechos. Verdaderamente, en la interpretación de Laclau, cualquier forma de determinismo o esencialismo equivale a la muerte de la política.
Teniendo esto en cuenta, la ambición de Laclau es demostrar que las cuestiones y los movimientos esenciales en la política contemporánea –como el feminismo, la ecología, el multiculturalismo y el movimiento pacifista– deben interpretarse como factores constituidos de forma autónoma y contingente. No puede pensarse que son la manifestación inevitable de la lucha de clases, ni problemas económicos. Todavía menos pueden considerarse la articulación desplazada de una clase obrera cuyo otro nombre es «necesidad» y cuyo destino histórico sería el de asumir el poder en interés del conjunto de la sociedad para indicar el camino a la era del socialismo. Por el contrario, sugiere Laclau, la época contemporánea es el periodo en el que la política (que también recibe los nombres de «poder» y «contingencia»), como acción autónoma, ha llegado a asumir su lugar legítimo en los asuntos humanos, ahora que la era de los determinismos parece haber llegado definitivamente a su fin. En este contexto, Laclau puede afirmar que «la constitución de la identidad social es un acto de poder y la identidad, como tal, es poder» (5).
Una consecuencia fundamental de equiparar identidad y poder es que el yo hipotéticamente autónomo que caracteriza a la tradición norteamericana del individualismo se vuelve problemático. Porque, como hemos visto, suponer que el individuo es anterior a la sociedad y, por tanto, una especie de mónada autónoma y aislada resulta tan increíble como pensar que no hay nada más que una estructura social que determina a los individuos en su peculiaridad. El pluralismo fundado en este concepto de individualidad autónoma pasa a ser sencillamente el reverso simétrico del elitismo; pluralismo y elitismo son, pues, dos caras de la misma moneda determinista: ambas terminan, a su manera, con la política. Si los mitos con asociaciones metafísicas (como el mito del proletariado producido por las condiciones económicas en el marxismo y el mito del individuo aislado en el individualismo americano) han impregnado la vida social y política hasta la época contemporánea, Laclau quiere terminar con el mito. Porque parecería que el mito y la contingencia –el mito y la política– se oponen hasta tal punto que el primero pretendería eliminar a la segunda.
Sin embargo, haciendo referencia específica a este punto, debemos advertir que toda lectura seria de Laclau debe reconocer la presencia de referencias continuas (incluso en sus obras más recientes) a la tradición marxista, casi hasta el punto de que él mismo parece estar unido orgánicamente al marxismo. Los textos de Marx y la teoría de Trotski sobre el desrrollo desigual siguen pareciendo un punto de partida para las teorizaciones de Laclau. Como consecuencia, el lector puede muy bien preguntar cuál es la verdadera relación de Laclau con el marxismo. ¿Es su postura verdaderamente tan «postmarxista» como asegura? Si se considera que el marxismo, en todas sus formas, es dogmático y esencialista, ¿por qué seguir remitiéndose a él? Pero aún más: Laclau no parece haber teorizado su posible relación con Marx a partir de sus propias hipótesis. Porque, si debemos reconocer que no existe un nexo intrínseco entre las condiciones y las formas de la práctica social y política, y si, además, todas las identidades son resultado de la dislocación, el antagonismo y –dentro de unos límites– la contingencia, ¿no es como decir que el dogmatismo marxista estaba equivocado? Nuestro presente nos ha llevado a una reevaluación fundamental del pasado y no podemos afirmar que lo conocemos independientemente de ese nuevo examen. Por mucho que una concepción historicista pueda afirmar que entiende el pasado en sus propios términos, el hecho de que Laclau acepte ese historicismo no se ajusta al tono general de su proyecto. No podemos limitarnos a decir que, «para su época», el marxismo dogmático resultaba apropiado, porque ello implicaría que se puede comprender con independencia de las preocupaciones del presente. Lo que las nociones de «hegemonía» y «dislocación» de Laclau nos han permitido hacer es entender el marxismo bajo una luz nueva; y esa luz es negativa. La hegemonía supone que debemos cortar todos los lazos políticos con el marxismo dogmático. Sin embargo, Laclau no parece estar dispuesto a seguir las repercusiones de su propio trabajo.
Indudablemente unida a ello está la cuestión del carácter exacto que tiene la teoría de Laclau. ¿Hasta qué punto están relacionadas sus hipótesis con ese mismo presente que define y teoriza, el presente de los antagonismos y la búsqueda de la hegemonía? Seguramente, Laclau podría responder –de acuerdo con la lógica de Derrida de la que es partidario– que su teoría «participa, sin pertenecer a él», en el medio que se esfuerza por articular. En otras palabras, si abandonamos la lógica de o/o, cero/suma, tan común hasta ahora, podemos ver que la propia teoría de la hegemonía se somete a juicio en el juego de «hegemonización» y que, a pesar de ello, no tiene por qué ser menos rigurosa. Por eso la hegemonía será también característica de la lógica «inefable» destacada inicialmente por Gödel y la ciencia moderna.



NOTAS

1. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy: Towards a Radical Democratic Politics, Londres y Nueva York, Verso, 1985, 3ª. impr. 1989.
2. Ernesto Laclau, «Feudalism and capitalism in Latin America», New Left Review, 67 (1971), recogido en Politics and Ideology in Marxist Theory: Capitalism, Fascism, Populism (1977), Londres, Verso, 2ª. impr., 1982, págs. 15-50.
3. Laclau y Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy, pág. 85.
4. Ernesto Laclau, New Reflections on the Revolution of Our Time, Londres y Nueva York, Verso, 1990, pág. 37.
5. Ibíd., pág. 31



PRINCIPALES OBRAS DE LACLAU

Política e ideología marxista: capitalismo, fascismo, populismo (1977), Madrid, Siglo XXI, 1986.
Hegemonía y estrategia socialista: hacia la radicalización de la democracia (1985) (con Chantal Mouffe), Madrid, Siglo XXI, 1987.
NewReflections on the revolution of 0ur Time, Londres y Nueva York, Verso, 1990.
Emancipación y diferencia, Buenos Aires, Espasa-Calpe / Ariel, 1996
Deconstruction and pragmatism, 1996 (con Chantal Mouffe, Richard Rorty, Simon Crtichley y Jacques Derrida), Nueva York, Routledge, / Buenos Aires, Paidós, 1998.


OTRAS LECTURAS

GERAS, Norman, «Post-Marxism?», New Left Review, 163 (mayo/junio 1985).

RUSTIN, Michael, «Absolute voluntarism: A critique of a Post-Marxist concept of hegemony», New German Critique, 43 (invierno de 1988), págs. 146-173.



Bachelard, Gaston



Gaston Bachelard –epistemólogo, filósofo de la ciencia y teórico de la imaginación– influyó en figuras esenciales de la generación estructuralista y postestructuralista de la posguerra. A través de Jean Cavaillès y, especialmente, en relación con la obra y la dirección de Georges Canguilhem, Michel Foucault descubrió su orientación concreta al investigar la historia de los conocimientos. Asimismo, cuando Louis Althusser halló inspiración en el concepto de "discontinuidad" de Bachelard –que él tradujo como "ruptura epistemológica"–, una generación de filósofos marxistas descubrió estímulos para reexaminar las nociones de tiempo, subjetividad y ciencia.
Gaston Bachelard nació el 27 de junio de 1884 en la Francia rural, en Bar-sur-Aube, y murió en París el 16 de octubre de 1962. Después de trabajar en el servicio postal (1903-1913), fue profesor de física en el Collège de Bar-sur-Aube entre 1919 y 1930. A los treinta y cinco años, Bachelard emprendió nuevos estudios, esta vez de filosofía, y completó su agrégation en 1922. En 1928 publicó su tesis doctoral, que había defendido en 1927: Essai sur la connaissance approchée (Ensayo sobre el conocimiento aproximado) y su tesis complementaria, Étude sur l'évolution d'un problème physique, La propagation thermique dans les solides (Estudio sobre la evolución de un problema fisico: la propagación térmica en los sólidos). Sobre la base de esta obra, en 1940 le ofrecieron la cátedra de historia y filosofía de la ciencia en la Sorbona, puesto que ocupó hasta 1954.
  Tres elementos esenciales del pensamiento de Bachelard lo convirtieron en un filósofo y pensador único e hicieron que su obra fuera crucial para la generación de estructuralistas de posguerra. El primer elemento se refiere a la importancia de la epistemología en la ciencia. En este sentido, si los científicos poseían una comprensión deficiente de su propia actividad, ello supondría un obstáculo, fundamental para la aplicación de su trabajo. La epistemología es el terreno en el que se comprende el significado de los esfuerzos científicos. Como escribió Bachelard en La philosopbie du "non" (la filosofía del "no"): "El espacio en el que se mira, en el que se examina, es filosóficamente muy distinto al espacio en el que se ve" (1). La razón es que el espacio en el que se ve es siempre un espacio representado, no un espacio real. Sólo se puede tener en cuenta este factor si se recurre a la filosofía. De hecho, Bachelard pasa, a continuación, a defender "un estudio sistemático de la representación, el elemento intermedio más natural para determinar las relaciones de noúmeno y fenómeno" (2). Estrechamente asociada a la interacción entre la realidad y su representación se encuentra la defensa inquebrantable que Bachelard hace de la relación dialéctica entre racionalismo y realismo; o empirismo, como puede también llamarse. Así, en el que quizá se convirtió en su libro más influyente para el público en general, El nuevo espíritu científico, este verdadero poeta de la epistemología afirma que existen esencialmente dos bases metafísicas predominantes: racionalismo y realismo. El racionalismo –que incluye la filosofía y la teoría– es el campo de la interpretación y la razón; por otro lado, el realismo ofrece al racionalismo el material necesario para sus interpretaciones. Limitarse a permanecer en un plano ingenuo e intuitivo –el nivel experimental– a la hora de captar hechos nuevos es condenar la comprensión científica al estancamiento; no puede llegar a saber lo que está haciendo. Del mismo modo, si se exagera la importancia del aspecto racionalista –quizá incluso asegurando que, en definitiva, la ciencia no es más que el reflejo de un sistema filosófico subyacente–, puede producirse un idealismo igualmente estéril. Por consiguiente, para Bachelard, ser científico es no dar prioridad ni al pensamiento ni a la realidad, sino reconocer el nexo inextricable entre ambos. Bachelard capta lo que está en juego en esta frase memorable: "La experimentación debe dejar paso al argumento y el argumento debe recurrir a la experimentación" (3). Todos los escritos de Bachelard sobre el carácter de la ciencia se rigen por este principio. Con su formación científica y filosófica, Bachelard era un ejemplo de la posición que intentó defender en su obra. Como es de prever, un libro como Le Rationalisme appliqué (El racionalismo aplicado) pretende demostrar la base teórica de distintos tipos de experimentación. Un racionalismo profundo es siempre un racionalismo aplicado, que aprende de la realidad. Pero eso no es todo. Bachelard está también de acuerdo en que el empirista puede aprender del teórico aspectos de la realidad cuando –como ocurre con Einstein– la teoría se desarrolla antes que su correlato experimental. La teoría lo necesita para confirmarse. Con la importancia que daba a la epistemología, Bachelard unió ciencia y filosofía de una forma raramente vista hasta entonces. Las ciencias humanas y naturales hallan verdaderamente aquí a su intermediario, en el hombre que, al final, acaba por escribir una "poética" de la ciencia.
  El segundo gran aspecto de la obra de Bachelard que ha tenido especial influencia en relación con el estructuralismo es su teorización de la historia de la ciencia. En pocas palabras, Bachelard propone una explicación no evolutiva del desarrollo de la ciencia, en la que los avances anteriores no explican necesariamente el estado actual. Por ejemplo, según Bachelard, no es posible explicar la teoría de la relatividad de Einstein como un desarrollo a partir de la física newtoniana. Las nuevas doctrinas no se desarrollaron a partir de las viejas, afirma, "sino que, más bien, las nuevas envolvieron a las viejas".Y continúa: "Las generaciones intelectuales están encajadas unas dentro de otras. Cuando pasamos de la física no newtoniana a la newtoniana, no nos encontramos con la contradicción, sino que la experimentamos" (4). Basándose en ello, el concepto que enlaza los descubrimientos con una serie de hallazgos anteriores no es la continuidad sino la discontinuidad. Existe, pues, una discontinuidad entre la geometría euclidiana y no euclidiana, entre el espacio euclidiano y las teorías de localización, espacio y tiempo propuestas por Heisenberg y Einstein. Una vez más, Bachelard destaca que, en el pasado, la masa se definía en relación con una cantidad de materia. Cuanto mayor era la materia, mayor era la fuerza que se consideraba necesaria para oponerse a ella; la velocidad era una función de la masa. Con Einstein sabemos, actualmente, que la masa es una función de la velocidad, y no a la inversa. Lo esencial aquí no es que las teorías anteriores tuvieran carencias y por tanto se opusieran, sino que las nuevas teorías tienden a trascender por completo las teorías y explicaciones anteriores de fenómenos, o a mostrar discontinuidad respecto a ellas. Como expone Bachelard:

Sin duda, existen ciertos tipos de conocimiento que parecen ser inmutables. Ello hace pensar a algunas personas que la estabilidad del contenido se debe a la estabilidad del continente o, en otras palabras, que las formas de racionalidad son permanentes y no es posible ningún nuevo método de pensamiento racional. Pero la estructura no procede exclusivamente de la acumulación; la masa de conocimiento inmutable no posee tanta importancia funcional como a veces se cree (5).

De hecho, afirma Bachelard, los cambios –en ocasiones, radicales– en el significado de un concepto o en el carácter de un área de investigación son lo que mejor caracteriza la naturaleza del esfuerzo científico. Por tanto, lo que la ciencia tiene de nuevo es siempre revolucionario.
Como añadido a la concepción de Bachelard sobre el desarrollo científico, es importante advertir que todo el pensamiento científico "es, en su propia esencia, un proceso de cosificación", un sentimiento con el que Pierre Bourdieu (antiguo alumno de Bachelard) estaría completamente de acuerdo. Además, al hablar del pensamiento científico de la era moderna, Bachelard advierte que tiende fundamentalmente a ver los fenómenos desde el punto de vista de su relación y no de su sustancia, es decir, por tener cualidades esenciales propias. Esta observación indica claramente un rasgo presente en el pensamiento estructuralista contemporáneo. Como confirma Bachelard: "Las propiedades de los objetos en el sistema de Hilbert son puramente relacionales, y no sustanciales" (6).
Cuando afirma que "la asimilación de lo irracional por parte de la razón nunca deja de producir una reorganización recíproca del terreno de la racionalidad" (7), Bachelard confirma el carácter dialéctico de su enfoque, un enfoque recordado, aunque en un contexto diferente y con objetivos distintos, por Julia Kristeva y sus conceptos de lo "semiótico" y lo "simbólico". El pensamiento se encuentra siempre "en proceso de cosificación" (8); nunca es algo determinado y completo, nunca es algo cerrado en sí mismo y estático, como solían pensar ciertos científicos.
Asociada a esta concepción del pensamiento se encuentra la postura anticartesiana de Bachelard. Si Descartes había afirmado que, para progresar, el pensamiento debía partir de ideas claras y sencillas, Bachelard argumenta que no existen ideas sencillas, sólo complejidades, como se ve especialmente cuando esas ideas se aplican. "La aplicación es complicación", afirma. Además, aunque la mejor teoría parece ser la que explica la realidad de la manera más sencilla, nuestro autor responde que la realidad no es sencilla nunca y que, en la historia de la ciencia, los intentos de lograr la sencillez (por ejemplo, la estructura del espectro del hidrógeno) han resultado invariablemente ser simplificaciones excesivas cuando, al final, se reconoce el carácter complejo de la realidad. Como idea derivada de Descartes, la sencillez no se ajusta adecuadamente al hecho de que todo fenómeno es un tejido hecho de relaciones y no simple sustancia. Por consiguiente, los fenómenos sólo pueden captarse mediante una forma de síntesis que corresponde a lo que Bachelard llamó, en 1936, surrationalisme (9). El surracionalismo es un enriquecimiento y revitalización del racionalismo mediante la referencia al mundo material, de igual manera que, desde otra dirección, el surrealismo intentaba revitalizar el realismo a través del sueño.
  Otra dimensión influyente del pensamiento de Bachelard es su análisis de las formas de la imaginación, especialmente las imágenes relacionadas con los temas de la materia, el movimiento, la fuerza y el ensueño, así como las imágenes asociadas del fuego, el agua, el aire y la tierra. Bachelard, en obras como La Terre et les rêveries de la volonté (La tierra y los ensueños de la voluntad), incluye numerosas referencias a la poesía y la literatura de la tradición cultural occidental, referencias que utiliza para ilustrar el trabajo de la imaginación. Este último debe diferenciarse de la percepción del mundo exterior traducida en imágenes. El trabajo de la imaginación, como afirma nuestro autor, es más fundamental que la percepción de las imágenes; es cuestión de afirmar, por tanto, el "carácter psíquicamente fundamental de la imaginación creativa" (10). La imaginación no es un mero reflejo de las imágenes exteriores, sino una actividad sujeta a la voluntad del individuo. Bachelard pretende investigar los productos de esa voluntad creativa, que no pueden predecirse partiendo del conocimiento de la realidad. En cierto sentido, pues, la ciencia no puede predecir la trayectoria de la imaginación, porque ésta posee un tipo especial de autonomía. Estar sometida a la voluntad significa que la imaginación –como para algunos surrealistas– está relacionada con la fantasía semiconsciente (rêverie) más que con los procesos inconscientes (condensación, desplazamiento, etc.) del ensueño. En realidad, este factor, junto a su interés por los arquetipos, sitúa a Bachelard mucho más cerca de Jung que de Freud. También recuerda a Jung el énfasis que pone Bachelard, en su análisis de la imaginación, en los cuatro elementos "primarios" del fuego, el agua, el aire y la tierra, que considera eternamente presentes en una alquimia poética. Es decir, en el horizonte se ve cierto elemento místico (cfr. Psicología y alquimia, de Jung). Además, la insistencia de Bachelard en la prioridad de la relación ya reconocida entre sujeto y objeto, que extrae, no siempre de forma voluntaria, de la fenomenología, significa que, mientras la imaginación podría crear imágenes (casi siempre, sublimaciones de arquetipos), no se piensa que la labor de la creatividad produzca por sí misma dicha relación. De hecho, el sujeto aquí es su majestad el yo, como afirmaba Freud; porque existe una presunción de autonomía que bordea lo absoluto. De esta manera entra en los escritos de Bachelard sobre la imaginación un elemento de cierre aparentemente ausente de sus ensayos científicos.
La imaginación, por consiguiente, es el terreno de la imagen y, como tal, es preciso diferenciarla de la traducción del mundo externo a conceptos. La imaginación produce imágenes y es sus imágenes, mientras que el pensamiento produce conceptos. Sin un surrealismo que aparece con el fin de reavivar la imagen, el mundo de esta última estaría tan encerrado en sí mismo que se marchitaría y moriría. Del mismo modo, si no fuera por cierto surracionalismo, el pensamiento y sus conceptos también se marchitarían, enfermos de su propia perfección y sencillez. En realidad, "apertura" y "complejidad" resumen la posición de Bachelard. En su pléyade de elementos –un poco demasiado jungiana–, el concepto tiende a estar en el lado masculino de las cosas, mientras que la imagen tiende hacia lo femenino. Igualmente, el concepto corresponde a la imagen del día (porque es equivalente a "ver"), mientras que la imagen corresponde a la imagen de la noche. El astuto librito de Dominique Lecourt sobre Bachelard llama la atención precisamente sobre esta característica de la obra del pensador: "En pocas palabras, para repetir los términos de Bachelard, entre sus libros científicos y sus obras sobre la imaginación existe la misma relación que entre el día y la noche" (11). En general, Bachelard se muestra reservado en cuanto a si ambos términos aparecen juntos, es decir, si la imagen aparece en la ciencia y la ciencia en el reino de las imágenes. Sin embargo, la obra de Bachelard, casi a su pesar, ha llegado a considerarse fuente de inspiración para quienes intentan derribar la barrera entre concepto e imagen, con el fin de que las imágenes nuevas puedan convertirse en base de nuevos conceptos científicos y los conceptos nuevos puedan surgir a partir de nuevas imágenes.
Más en concreto, las obras de Bachelard destacan el hecho de que ni el concepto ni la imagen son transparentes y que dicha opacidad indica que en los asuntos humanos existe siempre un elemento de subjetividad. Ello significa que, de los seres humanos, se habla tanto como hablan ellos mismos en los marcos de la ciencia y lo simbólico que constituyen sus vidas. Como expresa de nuevo Lecourt: "Nadie puede leer estos textos divergentes sin percibir una unidad que debe buscarse bajo la contradicción" (12). ¿"Unidad", o "síntesis"? La respuesta no carece de importancia. Porque, mientras la unidad implica homogeneidad y corre el riesgo de convertirse en una unidad sencilla, la síntesis, como afirmaba Bachelard, tiene que ver con las relaciones, puede existir entre elementos diferentes (siempre que la diferencia no sea radical) y presupone divisiones de algún tipo. Por el contrario, la unidad tiene tendencia a borrar las relaciones. Al final, la oeuvre de Bachelard tiende a encarnar la idea de síntesis que proponía en sus primeros trabajos. Pero era, necesariamente, una síntesis que no podía ver, una ceguera necesaria que formaba parte (en términos existenciales) del lugar desde el que escribía. En este sentido, pues, podría considerarse que la noche tiene prioridad sobre el día en esta obra excepcional.


NOTAS

1. Gaston Bachelard, The Philosophy of No: A Philosophy of the New Scientific Mind, trad. de G. C. Waterston, Nueva York, Orion Press, 1968, pág. 63.
2. Ibíd., pág. 64.
3. Gaston Bachelard, The New Scientific Spirit, trad. de Arthur Goldhammer, Boston, Beacon Press, 1985, pág. 4. La cursiva es de Bachelard.
4. Ibíd., pág. 60.
5. Ibíd., pág. 54.
6. Ibíd., págs. 30-31.
7. Ibíd., pág. 137.
8. Ibíd., pág. 176. La cursiva es de John Lechte.
9. Gaston Bachelard, "Le Surrationalisme", Inquisitions, 1 (1936).
10. Gaston Bachelard, La Terre et les rêveries de la volonté: essai sur l'imagination des forces, París, Corti, 1948, pág. 3.
11. Dominique Lecourt, Bachelard ou le jour et la nuit (un essai de matérialisme dialectique), París, Maspero, 1974, pág. 32.
12. Ibíd. La cursiva es de Lecourt.



PRINCIPALES OBRAS DE BACHELARD

Essai sur la connaissance approchée, París, Vrin, 1928. 3ª. ed., 1970 (tesis principal para el doctorado en literatura).
La Valeur inductive de la relativité, París, Vrin, 1929.
Le Pluralisme coherent de la chimie moderne, París, Vrin, 1932.
L'Intuition de l'instant: étude sur la "Siloë", de Gaston Roupnel, París, Stock,1932.
Les Intuitions atomistiques:  essai de classification, París, Boivin, 1933.
Le Nouvel Esprit Scientifique, París, Alcan, 1934.
L'Expérience de l'espace dans la pbysique contemporaine, París, PUF, 1937.
La Terre et les rêveries de la volonté: essai sur l'imagination des forces, París, Jose Corti, 1948.
La Dialectique de la durée, París, Boivin, 1936.  Nueva ed., PUF, 1950.
La Formation de l'esprit scientifique. Contribution a une psychanalyse de la connaissance objective, París, Vrin, 1938; 8ª. ed., 1972.
    Le Psychanalyse du feu, París, Gallimard, 1938.
    La Philosopbie du "non", París, Presses Universitaires de France, 1940.
    El agua y los sueños (1942), Madrid, FCE, 1994.
La Terre et les rêveries du repos. Essai sur les images de l'intimité, París, Jose Corti, 1948; 6ª. impresión, 1971.
    Le Rationalisme appliqué, París, PUF,1949; 3ª. ed., 1966.
Le Materialisme rationnel, París, PUF, 1953; 2ª. ed., 1963.
La poética del espacio (1957), Madrid, FCE, 1993.
La Poétique de la rêverie, París, PUF, 1960; 3ª. ed., 1965.
Flamme d'une chandelle, París, Presses Universitaires de France, 1961.
Le Droit de rêver, París, Presses Universitaires de France, 1970.

OTRAS LECTURAS

GINESTIER, Paul: Pour connaître la pensée de Bachelard, París, Bordas, 1968.   
LECOURT, Dominique: Bachelard ou le jour et la nuit, París, Grasset, 1974.  McALLESTER JONES, Mary: Gaston Bachelard: Subversive Humanist. Texts and Readings, Madison, Universiry of Wisconsin Press, 1991.
SMITH, Roch Charles: Gaston Bachelard, Boston, Twayne, 1982.
TILES, Mary: Bachelard, Science and Objectivity, Cambridge, Cambridge University Press, 1984.